Se sentó en el borde del puente, apoyando la cabeza entre las barras de la barandilla. Parecía un pájaro enjaulado con la mirada perdida, vacía, en los coches que imitaban, mediocres, el ruido de las olas.
Me senté junto a ella y ella no dijo nada. No estaba triste, estaba pensativa, sumida en uno de esos mundos que ojalá pudiera yo ver. Que ojalá me dejara ver algún día.
Miré la carretera, por si de esa manera podía descubrir qué era lo que la mantenía tan distraída. Pero yo nunca fui muy imaginativo. Era complejo, pero no tanto. Así que lo único que veía eran luces, coches, ruidos de ruedas y la noche, que ya caía, porque eran más de las diez.
Pensé <<¿Qué ves tú en las autovías?>> sin llegar a hacerlo palabras.
Había tanta paz en ella que cualquiera le diría nada.
Entonces, entreabrió los labios, como queriendo pronunciar un testamento entero y no ser capaz ni de dar forma a la primera letra.
Era algo tan típico en ella que ya estaba acostumbrado. Demasiadas veces había visto la complejidad de sus silencios.
-Hace viento -dijo.
Seguía sin mirarme.
-Sí, hace viento -respondí.
Volvió a quedarse callada por un momento, y luego volvió a hablar bajito. Bajito, muy bajito, contando un secreto o teniendo miedo de su propia voz.
-¿De qué sirven las promesas?
Me encogí de hombros. No tenía una respuesta.
-No lo sé -improvisé-. ¿De qué sirve ir sin paraguas cuando llueve y empezar a correr? De nada. Absolutamente de nada.
Seguía callada, sin mirarme, pero sabía que me estaba escuchando. Siempre me escuchaba.
-A lo mejor en ese momento te hace gracia la idea de mojarte el pelo, pero luego al llegar a casa te das cuenta de que estás empapada, de que ir sin paraguas sonaba bien sólo en ese preciso instante, no después.
-Esa metáfora es un poco enrevesada -dijo.
Por fin sonreía, aunque fuese en una pequeña dosis.
-Ojalá fuese poeta -bromeé-. Lo que quiero decir es que hay cosas que salen por inercia, y en el momento de hacerlas te parece que tienen sentido.
-¿Aunque estén completamente vacías? -quiso saber.
-No tienen por qué estar vacías.
-Es vacío cuando dices ''te prometo que volveré a buscarte'' y nadie regresa. Es vacío porque sabes de sobra que no vas a hacerlo. Es como ver humo y decir que son nubes.
Suspiré con fuerza. No sabía rebatir ese argumento.
-¿Por eso te gustan los puentes?
Entonces, me miró.
-¿Por eso? ¿Qué es para ti ''eso''?
-¿Te gustan los puentes porque buscas que alguien te encuentre?
-A mí no tiene que encontrarme nadie -gruñó-. Ni que estuviera perdida.
-Oh, perdón, señorita ''autosuficiente'' -reí.
Ella sonrió en un suspiro.
-¿Entonces a qué viene esa filosofía tan profunda de las promesas? -pregunté.
Una vez más, dirigió su mirada a los coches (comenzaba a tenerles envidia), mientras balanceaba sus piernas sobre el vacío como una niña pequeña. Se la veía más animada, no sé muy bien por qué. Parecía que mis preguntas daban justo en el engranaje del motivo de sus historias, de sus mundos, de sus reflexiones.
-Quería saber qué se hace cuando prometes algo a alguien y luego te vas -confesó-. ¿Las promesas tienen fecha de caducidad?
Ella apoyó su mejilla en sus manos, mirándome. Empezaba a sentirme como una especie de profesor de la vida. Ni que yo tuviese todos los secretos del mundo.
-Todo tiene fecha de caducidad menos las promesas -expliqué-. Se quedan ahí para siempre esperando a que alguien las cumpla. No dependen del tiempo, dependen de las personas.
Continuó escuchándome, atenta.
-Las personas sí tienen fecha de caducidad y algunas de ellas nacen sin tener palabra. Eso es lo único que rompe una promesa.
Ella asintió.
-¿Entonces qué pasa con las promesas que se quedan suspendidas, ahí, en el aire? ¿Qué pasa cuando prometes algo a alguien que ahora ya no está? ¿Qué pasa con las promesas que se han quedado a medias?
-Que se las lleva el viento -respondí sin dudar.
Mi respuesta le impactó tanto que volvió a callarse, sellando sus labios, no sé si para siempre o hasta que se fuese a casa. No porque estuviera cansada, sino porque parecía decepcionada, golpeada metafóricamente por una realidad que ella barajaba, pero que nunca quiso que existiese de verdad.
-¿Y qué no se lleva el viento? -susurró.
Entonces, fui yo el que me quedé en silencio para no responder, hasta que cada uno nos marchásemos a nuestra casa.
Le aparté la mirada y me encogí de hombros.
-No sé -susurré.
Y no volví a hablar en toda la noche, porque cómo iba a decirle que lo único que no se lleva el tiempo es todo lo que no se dice.
Y todo lo que no se dice es precisamente lo que más quería decirle, y lo que menos era capaz de decir.