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martes, 27 de mayo de 2014

La quimera de los mapas.

Lo único que quedaba de aquella casa era una puerta de madera. A veces, cuando volvía y salía por ella, cerraba los ojos sin darme cuenta, y un hormigueo recorría mi estómago. Parecía que por un momento volviese a tener diez años.
Otras veces, cuando no podía dormir, me imaginaba milímetro a milímetro cada rincón de esa casa que, ahora, ya no existía o había sido remodelado.
Me imaginaba, primero, en su habitación. E instantáneamente me venía siempre a la memoria la tranquilidad de un cuarto iluminado, únicamente, por una lamparita. Recordaba también con demasiada vividez el sonido de su camisón rozando las sábanas, y el ruido de los coches a lo lejos, tan amortiguados por la altura del piso y el cristal de la ventana, que sus ruedas parecían océanos.
Después, atravesaba el pasillo y echaba un vistazo a la habitación que antes era de mi madre y que acabó siendo mía (tristemente, por poco tiempo), y a la que en su día fue de mi tía, hasta llegar al salón.
Recuerdo perfectamente un mueble lleno de fotografías, todas ellas custodiadas por dos figuritas de porcelana, regalo de vete tú a saber quién. Podían verse también allí dos sofás verdes, que hacía muchos años fueron naranjas, con dos reposabrazos de madera. Contrastaba saber que, si no se tenía cuidado, eran capaces de dejar moratones.
Por otro lado, si se alzaba la vista, detrás de uno ellos residía un tapiz enorme. Tan enorme que siempre tenía miedo de morir aplastada por él si se llegase a caer.
Siguiendo la dirección marcada por el gastado gotelé de la pared, tras el otro sofá, se encontraba la ventana que daba a la terraza. Una terraza cerrada llena de plantas que yo adoraba regar.
Muchos años atrás, tantos años que yo debía de ser muy pequeña, vivía en ese modesto invernadero un oso de peluche gigante. Le faltaba un ojo, pero a mí me gustaba de todas formas. Quizá, ahora que soy más alta, él fuese más bajito.
Volviendo al mueble repleto de fotos, podía verse al lado una puerta que daba a un comedor. Ese comedor era especial, más que porque allí fuese donde comíamos paella los sábados (y es triste, porque no recuerdo si eran los sábados o los domingos), porque en esa misma mesa hacía yo los deberes. Era una mesa peculiar, porque estaba demasiado barnizada y brillaba excesivamente para ser de madera, pero por eso me gustaba acariciarla.
Finalmente, para terminar el paseo, volvía a salir al salón y me dirigía a la cocina, que estaba (y está) justo al lado de la entrada, donde había un gran armario y una mesa cuyos cajones eran todo un misterio para mí (nunca sabías qué podías encontrar ahí dentro).
La cocina es, sin embargo, la única parte de la casa que quizá se parece un poco a como era antes. Y digo ''un poco'' porque el único parecido son las baldosas del suelo y de la pared, que siguen siendo las mismas.
Podría seguir enumerando recovecos como el de los armarios del salón, el hueco de la cocina donde estaba el pan, la salita de ''ordenadores'' (lo máximo que puede llegar a ser un ordenador en el año 2000) donde guardaba mis juguetes, o los dos baños donde le cotilleaba sus perfumes y pintalabios. Pero no serviría absolutamente de nada, porque hacer memoria es simplemente hacer mapas. Y los mapas representan la realidad, pero no son capaces de crearla.
Es curioso cómo a veces vuelvo allí y no me doy cuenta de dónde estoy, porque está totalmente cambiada. Cómo al irse una persona, vemos la necesidad de desbaratarlo todo en un intento de poder fingir que ella nunca estuvo allí. La necesidad de abrir los cajones y vaciarlos por completo, de meter en cajas lo que años atrás no llegó a caber en un sólo armario, de romper cada mueble que aún lleve su olor con tal de fingir que esa no era su marca de perfume favorita. La necesidad de romper todas las fotografías o de quemarlas en el fregadero, la necesidad de no regresar jamás a ese determinado lugar que hubieras querido guardar en una botella de cristal para siempre, como los barcos.
La necesidad de borrar todas sus costumbres que con el tiempo se te acabaron pegando.
La incoherente necesidad de deshacerte de todo aquello que el fondo quieres quedarte.
No se pueden borrar los recuerdos, es por eso que, quizá, realmente no morimos hasta que muere la última persona que sepa nuestro nombre. Y es por eso que, quizá, estamos tan obsesionados con hacer algo que nos haga inmortales, inolvidables, algo que grabe a fuego nuestro nombre en las páginas de un libro, que no nos damos cuenta de que, en realidad, nuestro nombre debería estar grabado en la piel de otras personas.
Deberíamos intentar quedarnos con cualquier mínimo detalle que nos permita sentir que él o ella aún siguen aquí aunque ya se hayan ido: unas gafas de sol, un collar, su fotografía favorita o la última carta que nos envió.
Deberíamos hacer todo lo posible por mantener vivos al resto, porque nunca puedes saber si el único recuerdo que va a quedarte de alguien es una simple puerta de madera de una casa que ya ni siquiera es tuya.

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