Una de las cosas que más me gustaban de ese chico era que se parecía bastante a mí. No en sus grupos favoritos o en los libros que leía cada noche, sino más bien en su manera de caminar, de arrugar la nariz cada vez que se enfadaba, o de odiar el café por las mañanas. Era como mirarme a mí misma en un espejo, pero más alta y con el pelo más corto.
-Oye, ¿y si nos vamos? - le dije un día.
-Anda, qué dices, ¿a dónde vamos a ir?
Yo me encogí de hombros y seguí mirando los coches. La verdad es que siempre estaba mirando los coches, me gustaba el sonido que hacían al pasar debajo del puente en el que estábamos. Igual que olas, pero más dañinas.
Y así nos pasábamos las tardes-noches, sentados al borde de un puente en medio de la carretera. Sin decir nada. Absolutamente nada.
Supuse que a eso se referían todas aquellas estúpidas historias y películas sobre ''almas gemelas'' (qué asco me daba lo comercial que habían vuelto esa palabra), que se referían a que la gracia está en encontrar a alguien con el que el simple hecho de estar mirando como dos imbéciles un vaivén de coches, te haga feliz.
Precisamente por eso no sé qué hubiera hecho si se hubiese ido él solo en tren a esa ciudad que tanto nos gustaba. Supongo que tendría que ver el mar de luces largas yo sola, sin nadie que estuviese callado conmigo.
Sin nadie que me quisiera tanto como yo le quería a él.
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