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sábado, 12 de abril de 2014

Echar raíces.

Estaba volviendo a casa en autobús por la noche. Era sábado, y llegaba tarde por tercera vez en un mismo mes mientras sonaba Regina Spektor de fondo. Cogí el asiento de la parte de atrás que daba a la ventana porque me gustaba fingir que iba sola y que vivía dentro de una de las películas de aire francés que veía cada viernes.
Al otro lado del cristal todo eran luces y calles vacías, algunas llenas con dos personas cogidas de la mano o regresando a casa con la mirada demasiado gris.
Me di cuenta entonces de que conocía demasiado bien cada parada, cada acera, cada carretera, cada edificio; que había visto demasiadas veces todas esas esquinas, que tenía demasiado vista esa ciudad. Y recordé, por quinta vez en una misma hora, que no me gustaba Madrid. Que estaba cansada de saberme de memoria a qué hora estaba más transitada la Gran Vía y de arañarme las piernas cada vez que pasaba por Atocha para no salir corriendo y colarme en uno de sus trenes.
A veces me cruzaba chicas por la calle más mayores que yo (o de mi misma edad, no importa) y me preguntaba si estaban conformes con vivir aquí, conformes con la idea de quedarse en un mismo lugar para siempre. Porque yo no, yo no lo estaba.
Yo quería irme pero no sabía a dónde. Tenía miedo de echar raíces, de quedarme atascada en un mismo sitio y llevarme bien con la monotonía (o al menos soportarla).
Yo quería ver ciudades, independizarme en una comunidad nueva, empezar de cero aunque fuese demasiado arriesgado. No sé, tenía diecisiete años, no sabía nada de la vida. Creía que hacer las maletas era tan fácil como deshacerlas.
Era una adolescente que tenía demasiado planeado su futuro y que creía que ''hogar'' era un apartamento cerca de la playa.
Pero entonces te conocí a ti y Madrid a los veinte años me parecía más bonito, y quería perderme por sus calles y quedarme de pie viendo cómo se hacía de noche y se encendían las farolas.
Me gustaba cuando me cogías de la mano y me llevabas sin saber a dónde. Me gustaba cuando nos sentábamos en Sol a ver la gente pasar y a imaginarnos sus vidas, sus nombres, el lugar del que venían y al que querían ir.
De repente Madrid me pareció más bonito y no me importó retrasar unos años el tener que marcharme para no ahogarme, porque no veía la necesidad de hacerlo, porque me di cuenta de que mi hogar eras tú y que irse sólo era prioritario si dejabas de arroparme los pies si me daba por quedarme dormida sin querer.
Por eso aquella noche, cuando volvía a casa mediahora tarde, me di cuenta de que Madrid no me gustaba porque no te tenía a ti. Porque no tenía a nadie que me hiciese sentir menos sola cada vez que cogía un autobús y me sentaba en la parte de atrás, fingiendo que me gustaba mirar la ventana en lugar de mirar cómo tu rodilla se chocaba con la mía.

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