Nadie se imaginaba que en sus ojos marrones hubiera en realidad dos pozos negros. Dos puertas que decían "Pasen y vean" y te invitaban a adentrarte en un callejón sin salida. En un laberinto lleno de estropicios.
Cuando estaba callada, era la templanza hecha muchacha. La serenidad moldeada entre el hueco de su mejilla y el dorso de su mano. La calma en su manera de recogerse el pelo tras la oreja.
Y sin embargo eran simples impresiones que se rompían cuando ella rompía a hablar, cuando tamborileaba frenéticamente la pierna bajo la mesa o cada vez que se mordía el labio con tanta fuerza que dolía a quien la viese.
Era un mantojo de nervios y pensamientos garabateados. El sí y el no dentro de una misma frase. Era un espejismo capaz de confundirte eternamente si no la mirabas con la fuerza suficiente.
Pero a pesar de todas sus mareas, la verdad residía en el miedo. El temor acechante de la soledad que le susurraba historias de brujas al oído, de un futuro con la luz apagada y de viajes en tren que nunca llegarían a cumplirse.
Ella más que paz, más que silencio, más que torpeza, era el pánico irrefrenable a abrir los ojos y que la cama le viniese grande. A despertar a oscuras. A encontrar frente a ella una maleta que ya nunca más volvería a estar llena.
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