No podía creerlo, por fin había llegado. Aquello que tenía frente a ella, era por lo que había estado luchando todos estos años, levantándose cada mañana solo porque tenía la certeza de que algún día vería con sus propios ojos eso que ahora tenía delante.
¿Era un sueño? El temblor de sus piernas y las ganas de llorar le indicaban lo contrario.
Pero ahora que sus sueños se había materializado tenía miedo.
Había vivido hasta aquel día con la única esperanza de llegar ahí. Vivía por y para aquel lugar, así que ahora que había ganado la batalla contra el tiempo y la imposibilidad, ¿qué le quedaba? ¿ahora para qué viviría?
No lo sabía, no tenía ni la menor idea. Supo entonces que se nos prepara para luchar por lo que queremos, pero nadie nos dice qué hacer si lo conseguimos.
-Disculpe, ¿va a pagarme? - la voz del taxista hizo que todos sus temores se disiparan.
Abrió el monedero y le extendió al hombre un billete, no le pidió el cambio porque sabía que era poco, y estaba tan feliz que no le importaba perder algún que otro céntimo.
Esperó a que el coche arrancara, y cuando lo vio desaparecer por entre unos edificios, solo entonces, bajó las escaleras de piedra una por una, sin prisa, ya no había prisa.
En el último escalón se detuvo para quitarse los zapatos e inspirar hondo. Irguió la cabeza y con los ojos perdidos en el horizonte que tenía a escasos metros mezclados con arena y agua, dio el primer paso hacia su felicidad.
Hundió los dedos en la arena y cerró los ojos. Quiso llorar, pero esta vez no era a causa de la tristeza. Se convenció a sí misma de seguir adelante sin importar qué.
Paso a paso, respiración a respiración, pestañeo a pestañeo, estaba cada vez más cerca de él.
Y, después de unos segundos, llegó.
Sus pies empezaron a mojarse al compás de las olas, que parecían cantarle como si hubieran estado esperándola desde hacía ya mucho tiempo, y se alegraran tanto como ella de por fin volver a verse.
Entonces, se derrumbó.
Cayó de rodillas al suelo, con su cuidado vestido empapándose con el agua, a la vez que sus mejillas se empapaban con sus lágrimas.
Lloró como una niña pequeña, sus gritos podrían haberse oído a kilómetros de distancia. Se alegró por primera vez en su vida de que nunca nadie fuera capaz de escucharla cuando más lo necesitaba.
Cuando creyó que no le quedaba más rabia que dejar salir, ni más aliento que derrochar, miró al frente con la mirada perdida.
Era tan bonito, tan... lleno de vida. Quiso poder entrar y hundirse en él para siempre, llegar andando hasta el horizonte, ese horizonte que no existe pero que aún así creemos ver. Le hubiera gustado ser un pez y poder pasar el resto de su vida bajo ese mundo paralelo.
Pero su mundo, el que tan poco le gustaba, se encontraba rodeado de aire en lugar de agua.
No le importó que fuera invierno y que sus rodillas estuvieran ahora temblando por el frío en lugar de por los nervios. Se quedó un rato mirando el mar, mirando su sueño. Y se dio cuenta de que ahora, después de 12 años esperando ese momento, era feliz, porque había conseguido llegar por sí misma a la ciudad que tantos recuerdos tenía unida, aunque la mayoría de ellos siguieran quemándola por dentro.
Le daba igual estar a escasos kilómetros de la persona que más odiaba y quería al mismo tiempo. Le daba igual. Porque ahora era su turno de poner las cosas en su sitio.
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