En una caja vacía de cerillas metí los restos de las fotografías que rompí para no tener que ver esa sonrisa que ya no era mía. La tiré al suelo del parque al que solíamos ir a gritar estupideces y ser el hazme reír de la gente, y nada más ver cómo se golpeaba contra el césped, cogí la última cerilla que saqué de aquella caja, que estuvo vacía antes de meter los restos de las fotografías. La encendí en ese ataúd casero de cartón, y la lancé sobre el sepulcro de recuerdos impresos en papel.
Momentos hechos trizas, sepultados en la caja, y quemados por ella misma.
Qué irónico acabar destruido por lo único que te protege.
Y qué triste no hacer nada para apagar el humo que te asfixia.
¿No lo ves?
No son fotografías, somos nosotros, quemados por las cenizas de lo que un día fuimos, sin huir del desastre que hemos causado nosotros mismos.
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