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domingo, 1 de septiembre de 2013

Un Sahara en el pecho.

Oh, vaya, cuánto tiempo sin verte. Sí, a ti. A ti que me lees sin decir nada, en silencio y callando las palabras que me escribes o las sonrisas que te causo. (O te causaba).
Llevo muchas noches queriendo decirte esto, queriendo explicarte algo que hasta ahora, para mí no tenía nombre. Algo etéreo, como un sentimiento, o más bien como el miedo. 
<<Miedo... ¿de qué?>> dices.
<<Pues miedo. Miedo, sin más>> te respondo.
Miedo, como cuando apagabas la luz e imaginabas de pequeño monstruos debajo de la cama. Miedo, el miedo es simplemente eso.
Cómo explicarte a ti, la viva imagen de la entereza, que no supe dejarte atrás porque me temblaban las piernas con solo pensar que si te ibas me quedaba vacía.
Cómo.
Si cada vez que me giraba a mi espalda quedaba un hueco demasiado frío para rellenar con sábanas o mantas. Si llamaban al teléfono y el mundo se me echaba encima al darme cuenta de que no era tu voz la que respondía a mis <<¿Diga?>>; y me faltaba tiempo para correr a cogerlo, aún creyendo que eras tú el que me buscaba tras una línea telefónica. Si cada vez que tomaba aire me seguía faltando, y cada vez que te miraba sentía mariposas en el estómago, pero mariposas que hacían daño.
Cómo. Dime cómo.
Si ahora que me he quedado vacía y me he acostumbrado a despertar cada mañana sin tus <<buenos días>>, ya no siento nada.
Nada excepto miedo.
Y precisamente eso quería decirte, que sigo teniendo miedo, pero que esta vez mis temores no empiezan con la primera letra de tu nombre.

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