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miércoles, 4 de septiembre de 2013

Idolatrar es para locos.

No era como las demás, lo supe desde la tercera vez que la vi.
-Es un flechazo -me dijo alguien, una vez, mientras se encendía un cigarrillo-. Un flechazo, sí señor.
Pero yo no creía en los flechazos, y sigo sin hacerlo. ¿No encuentras demasiado frío el hecho de enamorares a base de flechas? ¿No sería muy doloroso si nos atravesasen el pecho?
Sí, lo sería. Claro que lo sería. Y sin embargo el amor solamente duele cuando está a punto de acabarse, o cuando parece que ya no queda.
No, definitivamente yo no creía en el amor a primera vista. No es posible querer a alguien sin saber quién es. Y por supuesto ella no fue una excepción, aunque acabó convirtiéndose en una. Me pregunto si alguna vez se dio cuenta de lo diferente que era.
Era miércoles cuando la conocí, un miércoles de noviembre bastante frío. Odiaba el frío y su manía de congelarte las manos. Tan rápido, tan doloroso...
Sin embargo la luz tenue del café y el silencio de los comensales hacían de aquel mágico lugar estilo años cuarenta, un pequeño refugio con matices de primavera. Quizás fuera por la calefacción o las velas que adornaban cada mesa, pero allí no se notaban lo grados bajo cero de la calle.
-¿Qué va a ser esta vez, Rick? -preguntó James, el camarero y dueño del local.
Era un hombre regordete, con un bigote negro que le daba un aspecto entrañable y hacía juego con sus casi ya cincuenta años de edad. Si las personas buenas existían, él era una de ellas.
-Lo de siempre.
-Un café, entonces -golpeó la libreta con su bolígrafo.
Eché una mirada alrededor. Yo no era el único solitario que buscaba compañía en una bebida caliente, había otros dos hombres de más o menos veinte años (como yo, qué casualidad).
Uno de ellos, de aspecto más o menos desconfiable, jugueteaba con la cera ya enfriada de la vela; y el otro, se limitaba a escribir en una libreta. Ah, no. No escribía: estaba dibujando.
Me pregunté en qué estarían pensando, si el tipo de aspecto de presidiario estaría esperando a un compañero de trapicheos, o si el artista estaba sufriendo alguna clase de crisis creativa y la soledad del café fuera la única que le ayudaba a ordenar sus trazos.
¿Buscaban la nostalgia o huían de ella?
-Tu café.
El sonido a porcelana de la taza siendo colocada sobre mi mesa, hizo que perdiera el hilo de mis observaciones.
-Gracias -sonreí.
Cuando vi que se marchaba, hice mi ritual de siempre: echar el azúcar, remover lentamente con la cuchara y recoger con los dedos los granitos que caían sobre la mesa.
Y justo en el tercer sorbo de café, apareció ella.
No podía decirse que fuera bajita, aunque había visto a chicas más altas. Tenía el pelo largamente ondulado y moreno, cayendo hasta su cintura.
Tenía una forma de caminar que dejaba ver a quien la mirase aquella seguridad en sí misma tan envidiable, acompasada de unos ojos marrones que no le quitaban la vista al frente.
Jamás olvidaré aquel vestido color rojo.
No pude verle la cara, hasta que se sentó unas mesas más allá de la mía, y pidió un chocolate caliente al camarero. Parecían conocerse a pesar de que nunca antes la había visto por aquí.
Ella sonrió y James le devolvió la sonrisa antes de marcharse tras traerle lo que había pedido.
También tenía su propio ritual: dejar que la taza le calentase las manos antes de soplar el vapor que desprendía.
Al segundo sorbo sacó un libro. Y fue devorando las páginas al compás del chocolate.
Me sentí un intruso de su intimidad, tuve la repentina sensación de que llevaba demasiado tiempo mirándola.
Centré mi atención en el café (que ya estaba demasiado frío) y saqué mi libreta, aquella que sólo usaba para escribir fuera de casa.
No sé qué tenía ella, que ahora que sabía que existía tenía la irrefrenable necesidad de convertirla en palabras.
Y justo cuando llegué al pie de la página, un olor a almendras pasó rozándome por al lado. Ya se marchaba.
Me permití echarle una última mirada, pero no fui el único que decidió decirla adiós con los ojos: el presunto presidiario y el artista también se despedían de ella a mi manera.
Entonces la puerta se cerró, y vi tristeza en el mirar azul del que dibujaba y decepción en las pupilas negras de aquel con pintas poco confiables. Pero yo no sentí ninguna de esas dos cosas, yo sentí intriga e impotencia de no poder saber quién era ella.
-James -dije, cuando vino a recoger mi taza - ¿de qué la conocías?
-¿A quién? -comenzó a limpiar la mesa sin mirarme.
-A ella, a la chica del vestido rojo.
-Ah, ¡ella! -exclamó alegre, incorporándose -Sí, claro que la conozco.
-¿Y bien? ¿Quién es?
James enarcó una ceja y se echó a reír.
-Oh, muchacho, si ya lo sabes...
-Vamos, no bromees -sonreí nervioso.
James me miró pensativo.
-Es la hija de un antiguo compañero mío del ejército. Se acaba de mudar aquí. No querrás saber dónde vive también, ¿no? - bromeó.
Sonreí amablemente. Se había borrado todo rastro de preocupación de su rostro.
-No, yo sólo quería saber su nombre - le inquirí con la mirada.
-Bueno... -puso mi taza en su bandeja - Pues vuelve mañana y pregúntaselo tú mismo.
No había señales de molestia en su voz, lo dijo más bien como queriendo incitarme a que yo la conociese.
Era desconcertante que un momento antes hubiera insinuado que yo ya la conocía, y que ahora admitiese lo contrario.
Quise preguntarle el por qué de su cambio, pero él ya estaba camino de la barra. Si quería saber más acerca de la misteriosa hija del militar, tenía que hacerlo yo mismo.
Y lo hice, pero no al día siguiente.

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