La verdad es que me resultaba familiar. Sí, su cara. ¿Nunca te ha pasado que crees conocer a alguien de antes? En otra vida, por ejemplo.
A mí siempre me gustó fantasear con esa posibilidad, con el hecho de que quizás hay personas que están destinadas a conocerse una y otra y otra vez. Aunque puede que vivir mil veces no merezca la pena si mil veces perdemos a esa persona.
¿Y si nazco dentro de unos años y no vuelvo a conocerla? Sería como si no hubiéramos vivido antes. Yo no sabría su nombre, ni ella el mío. No sabría de su existencia ni de su color favorito. Sería muy triste, pero jamás llegaríamos ni siquiera a imaginar que en un rincón de nuestra memoria residen esos detalles.
Qué digo, ni siquiera ahora sé cómo se llama.
Soy un cobarde. Era un cobarde. Con lo fácil que resulta preguntarle a alguien: ''Oye, ¿cómo te llamas?''. Fácil. ¡Fácil para algunos!
La puerta del café estaba abierta cuando llegué, posiblemente por culpa de algún descuidado. Aún así, dentro no hacía frío, el vapor de los cafés y la calefacción hacían bien su trabajo.
Quizás aquel día fue el más importante, o puede que en realidad fuese el más insustancial de todos los siguientes. Pero se convirtió en mi favorito, no sé muy bien por qué.
La primera diferencia que noté fue a ella, había llegado primero. Estaba sentada en la mesa de siempre, al lado de la mía. Me preguntaba por qué escogía esa y no otra, habiendo tantas vacías.
Noté que me miraba de reojo. Yo no le seguí el juego. Estaba molesto, sí. Y era injusto, sí.
No era mi novia, ni mi amante. Ni siquiera era amiga mía, no tenía derecho a enfadarme con ella sólo por haberla visto con Jean. Pero lo estaba, y eso me hacía darme asco y pena al mismo tiempo.
Vacilé antes de elegir mesa, aunque terminé cogiendo la misma. Ella volvió a mirarme sin obtener reacción por mi parte.
Noté cómo se mordía el labio y fruncía el ceño. Quería decir algo. Luego sucedió lo de mi sueño: empezó a escribir una nota.
El sonido de una hoja siendo arrancada de su cuaderno, los trazos de una pluma dibujando letras curvas, el tacto del papel sobre mi brazo, el ligero roce de sus dedos.
Estaba sucediendo, no estaba dormido. Tragué saliva.
Había llegado el momento y no me atrevía ni a abrirla.
<<Hazlo ya, que no es una bomba>> me dije.
Y así, desdoblé la nota y leí lo que ponía:
<<Ven al puerto mañana a las siete de la tarde.>>
Entonces, antes de que pudiera si quiera responder, escuché el sonido de su silla deslizándose y su olor a almendras saliendo por la puerta. Era oficial, no había posibilidad de rechazo alguno.
Ella quería quedar conmigo, así, de repente. ¿Qué sentido tenía? El día anterior quedaba con el pintor, y ahora conmigo.
Quise molestarme, pero no pude. Podía más la alegría de verla fuera de aquellas cuatro paredes que el hecho de que pudiera estar jugando a dos bandas.
-Bueno, ¿lo de siempre? -inquirió James.
Ya no tenía sentido estar en el café, al fin y al cabo estaba allí para verla, y eso ya iba a hacerlo (y además a solas) un día después.
-No... -me levanté y cogí mi abrigo-. De hecho ya me iba.
-Pero si acabas de llegar - se extrañó.
-Ya, pero he recordado que tenía que ir a un sitio.
James hizo un mohín de preocupación y luego se rascó la nuca, buscando las palabras.
-¿Estás bien? Ya sabes, de lo tuyo. Últimamente te noto raro.
-¿Lo mío? - quise saber.
Yo estaba perfectamente, no me pasaba nada. Era él el que llevaba varios días insinuando cosas extrañas.
-Nada, déjalo - rió.
Una vez más evitó el tema, pero esta vez no iba a dejarlo pasar.
-De verdad James, explícame a qué te refieres, porque te juro que yo no entiendo nada.
En ese momento alguien hizo un gesto con la mano, requiriendo al camarero (muy oportuno, por cierto) y él tuvo que irse. Se había librado de darme explicaciones sólo por hoy.
De todas formas... no podía esperar ni un minuto más. Tenía unas ganas tremendas de que fuese mañana.
Llegué a mi casa, qué digo... ¡corrí hasta ella!
Estaba nervioso, muy nervioso. Aún así, pude dormir lo suficiente como para que mi cara no delatase las mariposas de mi estómago.
El puerto, cuánto hacía que no iba allí, y eso que vivía en una ciudad costera. Sin embargo fue al llegar cuando supe que el mar no me gustaba.
Ese salitre del aire, la arena pegándose a tus zapatos, el desafinado ruido de las olas... No, definitivamente eso no era lo mío.
No sabía dónde buscarla, no había especificado sitio. Caminé por los puestos de los pescadores y rodeé unas cuantas redes.
Por pura casualidad, llegué a un muelle. Me resultaba familiar, fue como haber seguido unos pasos que di hace mucho tiempo. Pasos que no recordaba haber dado.
Y sí, ella estaba allí, con un vestido azul ondeándose al viento, de espaldas a mí. Observaba el horizonte como si quisiera ver más allá de él.
No me atreví a decir nada, porque simplemente no sabía qué palabras escoger. Fue ella la que se giró cuando escuchó el crujir de la madera bajo mis pies.
Seguía sujetándose el pelo detrás de la oreja con los labios entreabiertos a modo de sorpresa, que luego terminaron convirtiéndose en sonrisa.
Pareciera que me conocía de antes. ¿Me conocía? Recordé entonces las palabras de James el primer día que la vi:
<<-¿Y bien? ¿Quién es?
-Oh, muchacho, si ya lo sabes...>>
''Oh, muchacho, si ya lo sabes...''
La conocía. Yo la conocía. Pero, ¿de qué? No la recordaba, no sabía su nombre. No sabía quién era cuando la vi entrar por la puerta aquel miércoles de finales de octubre. Era imposible.
Puede que James estuviera siendo metafórico, que se refiriese a que la conocía de otra vida. Puede que fuera eso, una simple broma.
Tenía que serlo.
-¡Willie! ¡Willie, has venido!
Ella corrió y saltó sobre mí en un abrazo.
Por Dios, qué estaba haciendo. Ahora lo entendía todo: me había confundido con otro.
-Creo que te has equivocado... yo no me llamo Willie, me llamo Rick - la aparté de mí con delicadeza.
Ella ladeó la cabeza, interrogante, luego arqueó las cejas, como si acabara de recordar algo, y me miró con tristeza.
-Claro que eres Willie, lo que pasa es que tú no lo sabes.
Aquella mujer deliraba, estaba más loca que yo por ella. La había juzgado antes de conocerla. La había imaginado fría e impasible ante los hombres. La había imaginado más madura, más seria.
La había imaginado diferente, y sin embargo la original me gustaba más que la ficticia.
-Bueno, entonces empecemos de nuevo - me giré y retrocedí sobre mis pasos. Luego volví a mirarla-. ¡Vaya, cuánto tiempo!
Alargué los brazos esperando un abrazo. Llámame aprovechado si quieres, porque es precisamente lo que fui. La chica hizo lo mismo de antes. Su olor a almendras era aún más dulce rozando mi cuello.
-Bueno, ¿a que no sabes quién soy? - dio una vuelta sobre sí misma-. ¿A que no me reconoces?
-No, claro que no - me rasqué el mentón, fingiendo que buscaba una respuesta- has crecido mucho desde la última vez que te vi, Maya.
Ella se paró en seco. Qué acababa de hacer, se me había escapado.
-Te acuerdas... - susurró.
-¿Qué? - no pude escuchar lo que dijo.
-¡Que sí, que soy yo! - rió nerviosa - ¡me has reconocido aun habiendo crecido tanto!
Yo sonreí. Parecíamos dos niños pequeños de veinte años. Qué ingenua se la veía, y qué feliz.
Ella se acercó a mí y me cogió con suavidad de la mano, temiendo romperla.
-¿Sabes a dónde te voy a llevar? A tu sitio favorito. Ya lo verás.
Entonces salió corriendo, arrastrándome.
Maya seguía riendo mientras atravesábamos el mercado y los puestos del pescado. Algo me dio una punzada en el estómago, vi a dos niños pequeños sorteando gente con bolsas de la compra. Fue fugaz, cuando hubimos salido del puerto, ese recuerdo se desvaneció.
-¿Es que no te cansas de correr? - dije, jadeando.
Habíamos dejado la playa atrás y ahora, a lo lejos, se veía un parque.
-¡No!
Siguió corriendo, y, efectivamente, llegamos hasta él.
Se suponía que era mi sitio favorito, ella decía que era mi sitio favorito. Decidí creerla, más por afecto que por voluntad propia. Estaba loca, debía tener algún trastorno. No era normal aquello que estaba haciendo.
Decidí seguirla el juego, como a una niña pequeña.
Me llevó tras de sí a un césped, frente a un recinto con toboganes y columpios. Se sentó y me indicó con la mirada que yo también lo hiciera.
-¿Ves ese columpio de allí? Pues con cinco años me caí y me hice esta cicatriz en la rodilla - me la enseñó.
-Vaya, qué bonita - ella sonrió.
-Y ahora, ¿ves ese tobogán? El amarillo, el más viejo - asentí -. Recuérdalo, y luego te diré algo de él - me guiñó un ojo.
Yo asentí con la cabeza y la miré. Maya seguía observando el tobogán, con nostalgia. Me pregunté quién sería ese tal Willie y por un momento le envidié por haberla conocido mucho antes que yo.
-Tú no eres de aquí, ¿verdad? - pregunté, al cabo de un rato.
-No. No, qué va - bajó la mirada -. Soy del centro. Ya sabes, ciudades grandes y eso.
-¿No te gustan las ciudades grandes? - negó con la cabeza -. ¿Por qué?
-Porque a mí me gusta el mar, los sitios con barcos y poca gente - arrancó una brizna de hierba.
-¿Entonces qué haces aquí? - imité lo que ella hizo.
-Yo veraneaba en este pueblo cuando era pequeña - me contó -. Esperaba, exactamente, nueve meses para que llegara junio, desde septiembre - sonrió triste -. Siempre fui más feliz aquí que allí. Allí me sentía enjaulada, aquí te tenía a t... -se mordió el labio, impidiendo dejar salir el resto de palabras.
-¿A quién?
-A un amigo. A mi mejor amigo.
Claro. Ya lo tenía. Jean era su mejor amigo, por eso les vi el otro día en el café. Me sentía aliviado y solté un suspiro sin querer que ella no pareció escuchar.
-¿Sigues viendo a tu mejor amigo?
Maya me miró.
-Sí, le sigo viendo, pero ya no es mi mejor amigo.
Entonces vi cómo se le humedecían ligeramente los ojos. Me hubiera gustado hacer algo, pero vi cómo ella controlaba perfectamente las lágrimas. Parecía que las tuviese domesticadas, que con un sólo apretón de las mandíbulas, éstas supieran que debían quedarse donde estaban.
-Bueno - miró su reloj- tengo que irme.
Se levantó y se sacudió el vestido.
-Si quieres te acompaño a casa.
-No, no hace falta.
Volvió a abrazarme, esta vez de forma más tierna que al principio. Y luego se dispuso a marcharse.
-¡Espera! -grité, aún sentado -. Dijiste que me dirías algo sobre el tobogán.
-¡Ah, es cierto!
Maya retrocedió sobre sus pasos y se acercó a mi oído. Luego, lo señaló y me dijo, casi susurrando:
-En ese tobogán, te caíste tú.
Sonrió ladeadamente, y acarició mi rodilla al marcharse. Vi cómo se alejaba callejeando hacia el puerto, con ese caminar tan particularmente suyo.
La tomé por loca, hasta que al llegar a casa, vi la cicatriz que tenía en el lugar de su caricia.