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lunes, 30 de septiembre de 2013

Octubre.

¿Alguna vez has sentido que eres diferente? Ya sabes, como haber nacido para hacer grandes cosas. Sentir que tu vida misma es una película que acaba de empezar pero que ya está escrita. O que la estás escribiendo y filmando al mismo tiempo que caminas, quién sabe.
Dime, ¿lo has sentido? ¿te has sentido igual que el protagonista de una tragicomedia? Pues yo sí, desde que era pequeña.
Yo siempre pensé que era distinta, en cualquier aspecto. Recuerdo que con ocho años o siete llegué incluso a ver al resto de personas como robots programados para llevar a cabo una función en el escenario. Qué idiota, ¿no? Y qué egocéntrica, creerme que era la única con un corazón palpable.
Pero eran cosas de críos, como cuando mirábamos debajo de la cama o dentro del armario buscando monstruos azules y gigantes. Aunque, no me culpo de haberlo creído así, la verdad es que me veía distinta.
Al fin y al cabo, ellas corrían deprisa y yo era siempre la que prefería estar sentada o leyendo un libro (para mayores o con menos dibujos de los necesarios); ellas aspiraban a jugar con las muñecas y yo ya estaba planeando mi futuro, con alguien. Y, bueno, ellas tenían a alguien y yo... yo tenía mi imaginación, aunque suene cómico.
Me he pasado dieciséis años imaginando cómo sería mi vida a los dieciocho o a los veinticinco, siempre imaginando lo que sería ser mayor, ser libre. Escribir, tener un libro publicado, alguien que te abrace y te vea diferente al resto.
Y el caso es que quizás, mi error haya sido ese: imaginar, en lugar de hacer algo, quedarme sentada esperando que tú llames a mi puerta.
En esperar se basan mis días. En huir de mis miedos porque, sí, mientras ellas se comían el mundo yo prefería quedarme con las sobras.
Me veía distinta, vaya que si me lo veía. Y no lo voy a negar, ahora también. Así que supongo que éste es el momento en el que tú dices ''¡oh, vaya, qué creída!'' y yo lo niego porque no es creidismo, es el resultado de ver a todo aquel que te rodea actuar y aspirar a lo mismo. 
Excepto a ti, tú también eras diferente. Tú eras como yo pero peor. Peor porque tú estabas convencido de quién eras, y yo simplemente lo creía. Tú estabas seguro de saber lo que querías, de hacer lo correcto, de que lograrías evitar cualquier daño posible.
Pues te digo, dulce otoño de martes, que estabas equivocado. Que te dije que no eras igual al resto porque pensé que eras mi reflejo, incapaz de desvanecerse. Te tomé por algo etéreo y no eras más que humo. Un espejismo, algo que finge ser una persona diferente porque tiene miedo y rabia dentro al mismo tiempo. Y eso es de cobardes. Tú siempre fuiste más cobarde que yo.
Porque a mí me dan miedo los callejones oscuros, las personas que se cruzan conmigo por la calle o incluso un simple viaje en avión. Pero a ti (oh, a ti), a ti te daba miedo yo.
Así que te digo que si, soy diferente al resto y tan inofensiva como una simple mariposa, no tenías por qué temer.
Pero tú siempre fuiste un ciego, y no fuiste capaz de ver lo que me diferenciaba del resto. Ni nadie, nadie podrá verlo nunca, porque es algo de lo que sólo yo sé darme cuenta.
La cosa es, que no estuve convencida de quién era hasta que me tomaste por una más.
Y no lo soy. No voy a serlo jamás, no voy a dejarme ser otra gota de lluvia, yo quiero ser la tormenta entera. Quiero hacer cosas grandes y dejar huella en todo aquel que pase por mi vida.
Y tú, tú no has creado el desastre que soy ahora: me has dejado ver mi propio caos.
Y a ti, a ti te cuento estas historias, porque aunque no serás tú quien me lea, al menos será a ti a quien escriba.
O no.
A lo mejor esto es lo último que te dedico.
O no.
Pero al menos sabré que si no viste el fuego que escondía, es cuestión de tiempo que el incendio se extienda.
Y entonces notarás mi calor una vez más creándose paso entre la nieve.
Y no podrás huir de mí, porque habré devorado el mundo después de tanto tiempo imaginando a qué sabría cumplir un sueño.

martes, 24 de septiembre de 2013

Y si somos algo lo ocultamos demasiado bien.

Que quién soy, dices, mientras clavas tu pupila en mi pupila (como diría Bécquer). Que quién soy, preguntas. Que quién eres.
No lo sé, no sé ni siquiera quiénes somos.
Podría decirte que para mí eres una metáfora del otoño que intenta esconder un verano. Podría, por ejemplo, escribirte mil poemas mal rimados para intentar explicarte que sin ti, no hay un yo; y tú no llegarías a leerlos.
Ciento treinta y cuatro veces he intentado gritar tu nombre y ciento treinta y cuatro veces estabas demasiado lejos para escucharlo. Demasiado lejos, siempre demasiado lejos.
Doscientos diez días he llorado porque cada parte de mí me recordaba a ti, y cada parte de ti me recordaba a ella -que no hay un tú sin ella eso lo sabemos todos-.
Y más de cinco mil horas arrepintiéndome de haberte empujado y convertido en una distancia más que kilométrica. (Aunque tú ya hubieras empezado a dar tus propios pasos en dirección contraria).
Tantas cifras, tantas historias que no eran más que tu nombre escrito en palabras. Tantas, que me resulta imposible explicarte quién eres, quién soy, quiénes somos.
¿Y no será que no somos nada? Que tú era(e)s mi todo y yo quería por los dos. Quizás entonces fuera yo la única que formara parte del nosotros.
Cómo explicártelo, cómo. Si más de cien poemas te he escrito, y aún así no encuentro la manera de convertirte en literatura y dejar que seas sólo poesía.
Así que -digo, mientras clavo mi pupila en tu pupila- perdóname si no sé cómo olvidarte y aún sigo sin saber qué significado esconden cada una de las caricias que no has llegado a darme. Perdóname si después de tanto tiempo, sigo buscando la salida de emergencia que me permita rodearte y abrazarte por la espalda.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Idolatrar es para locos.

La verdad es que me resultaba familiar. Sí, su cara. ¿Nunca te ha pasado que crees conocer a alguien de antes? En otra vida, por ejemplo.
A mí siempre me gustó fantasear con esa posibilidad, con el hecho de que quizás hay personas que están destinadas a conocerse una y otra y otra vez. Aunque puede que vivir mil veces no merezca la pena si mil veces perdemos a esa persona.
¿Y si nazco dentro de unos años y no vuelvo a conocerla? Sería como si no hubiéramos vivido antes. Yo no sabría su nombre, ni ella el mío. No sabría de su existencia ni de su color favorito. Sería muy triste, pero jamás llegaríamos ni siquiera a imaginar que en un rincón de nuestra memoria residen esos detalles.
Qué digo, ni siquiera ahora sé cómo se llama.
Soy un cobarde. Era un cobarde. Con lo fácil que resulta preguntarle a alguien: ''Oye, ¿cómo te llamas?''. Fácil. ¡Fácil para algunos!
La puerta del café estaba abierta cuando llegué, posiblemente por culpa de algún descuidado. Aún así, dentro no hacía frío, el vapor de los cafés y la calefacción hacían bien su trabajo.
Quizás aquel día fue el más importante, o puede que en realidad fuese el más insustancial de todos los siguientes. Pero se convirtió en mi favorito, no sé muy bien por qué.
La primera diferencia que noté fue a ella, había llegado primero. Estaba sentada en la mesa de siempre, al lado de la mía. Me preguntaba por qué escogía esa y no otra, habiendo tantas vacías.
Noté que me miraba de reojo. Yo no le seguí el juego. Estaba molesto, sí. Y era injusto, sí.
No era mi novia, ni mi amante. Ni siquiera era amiga mía, no tenía derecho a enfadarme con ella sólo por haberla visto con Jean. Pero lo estaba, y eso me hacía darme asco y pena al mismo tiempo.
Vacilé antes de elegir mesa, aunque terminé cogiendo la misma. Ella volvió a mirarme sin obtener reacción por mi parte.
Noté cómo se mordía el labio y fruncía el ceño. Quería decir algo. Luego sucedió lo de mi sueño: empezó a escribir una nota.
El sonido de una hoja siendo arrancada de su cuaderno, los trazos de una pluma dibujando letras curvas, el tacto del papel sobre mi brazo, el ligero roce de sus dedos.
Estaba sucediendo, no estaba dormido. Tragué saliva.
Había llegado el momento y no me atrevía ni a abrirla.
<<Hazlo ya, que no es una bomba>> me dije.
Y así, desdoblé la nota y leí lo que ponía:
<<Ven al puerto mañana a las siete de la tarde.>>
Entonces, antes de que pudiera si quiera responder, escuché el sonido de su silla deslizándose y su olor a almendras saliendo por la puerta. Era oficial, no había posibilidad de rechazo alguno.
Ella quería quedar conmigo, así, de repente. ¿Qué sentido tenía? El día anterior quedaba con el pintor, y ahora conmigo.
Quise molestarme, pero no pude. Podía más la alegría de verla fuera de aquellas cuatro paredes que el hecho de que pudiera estar jugando a dos bandas.
-Bueno, ¿lo de siempre? -inquirió James.
Ya no tenía sentido estar en el café, al fin y al cabo estaba allí para verla, y eso ya iba a hacerlo (y además a solas) un día después.
-No... -me levanté y cogí mi abrigo-. De hecho ya me iba.
-Pero si acabas de llegar - se extrañó.
-Ya, pero he recordado que tenía que ir a un sitio.
James hizo un mohín de preocupación y luego se rascó la nuca, buscando las palabras.
-¿Estás bien? Ya sabes, de lo tuyo. Últimamente te noto raro.
-¿Lo mío? - quise saber.
Yo estaba perfectamente, no me pasaba nada. Era él el que llevaba varios días insinuando cosas extrañas.
-Nada, déjalo - rió.
Una vez más evitó el tema, pero esta vez no iba a dejarlo pasar.
-De verdad James, explícame a qué te refieres, porque te juro que yo no entiendo nada.
En ese momento alguien hizo un gesto con la mano, requiriendo al camarero (muy oportuno, por cierto) y él tuvo que irse. Se había librado de darme explicaciones sólo por hoy.
De todas formas... no podía esperar ni un minuto más. Tenía unas ganas tremendas de que fuese mañana.
Llegué a mi casa, qué digo... ¡corrí hasta ella!
Estaba nervioso, muy nervioso. Aún así, pude dormir lo suficiente como para que mi cara no delatase las mariposas de mi estómago.
El puerto, cuánto hacía que no iba allí, y eso que vivía en una ciudad costera. Sin embargo fue al llegar cuando supe que el mar no me gustaba.
Ese salitre del aire, la arena pegándose a tus zapatos, el desafinado ruido de las olas... No, definitivamente eso no era lo mío.
No sabía dónde buscarla, no había especificado sitio. Caminé por los puestos de los pescadores y rodeé unas cuantas redes.
Por pura casualidad, llegué a un muelle. Me resultaba familiar, fue como haber seguido unos pasos que di hace mucho tiempo. Pasos que no recordaba haber dado.
Y sí, ella estaba allí, con un vestido azul ondeándose al viento, de espaldas a mí. Observaba el horizonte como si quisiera ver más allá de él.
No me atreví a decir nada, porque simplemente no sabía qué palabras escoger. Fue ella la que se giró cuando escuchó el crujir de la madera bajo mis pies.
Seguía sujetándose el pelo detrás de la oreja con los labios entreabiertos a modo de sorpresa, que luego terminaron convirtiéndose en sonrisa.
Pareciera que me conocía de antes. ¿Me conocía? Recordé entonces las palabras de James el primer día que la vi:
<<-¿Y bien? ¿Quién es?
-Oh, muchacho, si ya lo sabes...>>
''Oh, muchacho, si ya lo sabes...''
La conocía. Yo la conocía. Pero, ¿de qué? No la recordaba, no sabía su nombre. No sabía quién era cuando la vi entrar por la puerta aquel miércoles de finales de octubre. Era imposible.
Puede que James estuviera siendo metafórico, que se refiriese a que la conocía de otra vida. Puede que fuera eso, una simple broma.
Tenía que serlo.
-¡Willie! ¡Willie, has venido!
Ella corrió y saltó sobre mí en un abrazo.
Por Dios, qué estaba haciendo. Ahora lo entendía todo: me había confundido con otro.
-Creo que te has equivocado... yo no me llamo Willie, me llamo Rick - la aparté de mí con delicadeza.
Ella ladeó la cabeza, interrogante, luego arqueó las cejas, como si acabara de recordar algo, y me miró con tristeza.
-Claro que eres Willie, lo que pasa es que tú no lo sabes.
Aquella mujer deliraba, estaba más loca que yo por ella. La había juzgado antes de conocerla. La había imaginado fría e impasible ante los hombres. La había imaginado más madura, más seria.
La había imaginado diferente, y sin embargo la original me gustaba más que la ficticia.
-Bueno, entonces empecemos de nuevo - me giré y retrocedí sobre mis pasos. Luego volví a mirarla-. ¡Vaya, cuánto tiempo!
Alargué los brazos esperando un abrazo. Llámame aprovechado si quieres, porque es precisamente lo que fui. La chica hizo lo mismo de antes. Su olor a almendras era aún más dulce rozando mi cuello.
-Bueno, ¿a que no sabes quién soy? - dio una vuelta sobre sí misma-. ¿A que no me reconoces?
-No, claro que no - me rasqué el mentón, fingiendo que buscaba una respuesta- has crecido mucho desde la última vez que te vi, Maya.
Ella se paró en seco. Qué acababa de hacer, se me había escapado.
-Te acuerdas... - susurró.
-¿Qué? - no pude escuchar lo que dijo.
-¡Que sí, que soy yo! - rió nerviosa - ¡me has reconocido aun habiendo crecido tanto!
Yo sonreí. Parecíamos dos niños pequeños de veinte años. Qué ingenua se la veía, y qué feliz.
Ella se acercó a mí y me cogió con suavidad de la mano, temiendo romperla.
-¿Sabes a dónde te voy a llevar? A tu sitio favorito. Ya lo verás.
Entonces salió corriendo, arrastrándome.
Maya seguía riendo mientras atravesábamos el mercado y los puestos del pescado. Algo me dio una punzada en el estómago, vi a dos niños pequeños sorteando gente con bolsas de la compra. Fue fugaz, cuando hubimos salido del puerto, ese recuerdo se desvaneció.
-¿Es que no te cansas de correr? - dije, jadeando.
Habíamos dejado la playa atrás y ahora, a lo lejos, se veía un parque.
-¡No!
Siguió corriendo, y, efectivamente, llegamos hasta él.
Se suponía que era mi sitio favorito, ella decía que era mi sitio favorito. Decidí creerla, más por afecto que por voluntad propia. Estaba loca, debía tener algún trastorno. No era normal aquello que estaba haciendo.
Decidí seguirla el juego, como a una niña pequeña.
Me llevó tras de sí a un césped, frente a un recinto con toboganes y columpios. Se sentó y me indicó con la mirada que yo también lo hiciera.
-¿Ves ese columpio de allí? Pues con cinco años me caí y me hice esta cicatriz en la rodilla - me la enseñó.
-Vaya, qué bonita - ella sonrió.
-Y ahora, ¿ves ese tobogán? El amarillo, el más viejo - asentí -. Recuérdalo, y luego te diré algo de él - me guiñó un ojo.
Yo asentí con la cabeza y la miré. Maya seguía observando el tobogán, con nostalgia. Me pregunté quién sería ese tal Willie y por un momento le envidié por haberla conocido mucho antes que yo.
-Tú no eres de aquí, ¿verdad? - pregunté, al cabo de un rato.
-No. No, qué va - bajó la mirada -. Soy del centro. Ya sabes, ciudades grandes y eso.
-¿No te gustan las ciudades grandes? - negó con la cabeza -. ¿Por qué?
-Porque a mí me gusta el mar, los sitios con barcos y poca gente - arrancó una brizna de hierba.
-¿Entonces qué haces aquí? - imité lo que ella hizo.
-Yo veraneaba en este pueblo cuando era pequeña - me contó -. Esperaba, exactamente, nueve meses para que llegara junio, desde septiembre - sonrió triste -. Siempre fui más feliz aquí que allí. Allí me sentía enjaulada, aquí te tenía a t... -se mordió el labio, impidiendo dejar salir el resto de palabras.
-¿A quién?
-A un amigo. A mi mejor amigo.
Claro. Ya lo tenía. Jean era su mejor amigo, por eso les vi el otro día en el café. Me sentía aliviado y solté un suspiro sin querer que ella no pareció escuchar.
-¿Sigues viendo a tu mejor amigo?
Maya me miró.
-Sí, le sigo viendo, pero ya no es mi mejor amigo.
Entonces vi cómo se le humedecían ligeramente los ojos. Me hubiera gustado hacer algo, pero vi cómo ella controlaba perfectamente las lágrimas. Parecía que las tuviese domesticadas, que con un sólo apretón de las mandíbulas, éstas supieran que debían quedarse donde estaban.
-Bueno - miró su reloj- tengo que irme.
Se levantó y se sacudió el vestido.
-Si quieres te acompaño a casa.
-No, no hace falta.
Volvió a abrazarme, esta vez de forma más tierna que al principio. Y luego se dispuso a marcharse.
-¡Espera! -grité, aún sentado -. Dijiste que me dirías algo sobre el tobogán.
-¡Ah, es cierto!
Maya retrocedió sobre sus pasos y se acercó a mi oído. Luego, lo señaló y me dijo, casi susurrando:
-En ese tobogán, te caíste tú.
Sonrió ladeadamente, y acarició mi rodilla al marcharse. Vi cómo se alejaba callejeando hacia el puerto, con ese caminar tan particularmente suyo.
La tomé por loca, hasta que al llegar a casa, vi la cicatriz que tenía en el lugar de su caricia.




domingo, 22 de septiembre de 2013

Hablando de futuros, jugando a imaginar.

¿Es posible explotar en metáforas? Ya sabes, gritar al primero que se tome el tiempo de tomar tu tiempo y hacerlo útil; decirle al destinatario equivocado lo que llevas guardando por años.
Es posible, sí.
Podría decirse que somos como bombas. Bombas que caminan y respiran, esperando el día en que alguien se siente frente a ellas para preguntarles por su historia.
Alguien dirá, en un café cualquiera dentro de dos años:
-¿Qué te pasó?
Y te mirará directamente a los ojos, intentando leer el poema que esconden tus pupilas.
Y tú entreabrirás los labios queriendo decir algo, y todo lo que te saldrán serán lágrimas.
Ese desconocido arqueará una ceja, acercará su mano a tu mejilla y hará lo mismo que tú: intentar decir algo.
Entonces sonreirás ladeadamente y usarás el dorso de tus dedos para acallar tus ojos. Y le dirás lo que pasó. Le contarás quién fue la bomba que explotó cuando tú intentabas sacar toda su pólvora. Cantarás historias, con la voz medio desgarrada, de un pájaro pequeño que buscaba volar pero no podía, porque sus alas estaban atadas a una jaula.
Te preguntará cuál es tu guión, la película que estás grabando, y tú le responderás con un nombre concreto. Ese mismo que no eras capaz de pronunciar, porque sus iniciales eran como un golpe en el estómago.
Hablarás de la explosión que te hizo daño y te quemó el pecho, y se quedó en él atascada en forma de esquirla.
-Pero, no llores, ¿no ves que yo no soy un peligro?
Dirá, medio riendo.
-Pero yo sí. Yo soy el peligro.
Le mirarás directamente a los ojos, esos que tanto te gustan porque son lo más corriente del mundo, igual que los tuyos, y él volverá a hablar.
-No pasa nada, tengo un chaleco antibalas.
Sonreirá y tú sonreirás con él. Pasarán las horas y tú te marcharás de aquel lugar completamente vacía y llena al mismo tiempo. Porque no habrás explotado, habrán parado el detonante.
Sí, sería bonito que eso sucediese.
Pero, ¿y si no llega nunca nadie a ocupar ese asiento libre?

sábado, 21 de septiembre de 2013

Un día en tres otoños.

Nunca me gustó septiembre, yo siempre fui más de octubre y de noviembre; de días grises y noches claramente oscuras de luna llena y lluvia en los cristales.
Septiembre, sinónimo de principios, quizás por eso lo encuentro tan vacío, porque yo siempre fui más de intermedios. Intermedios como tú, entre el sueño y el insomnio.
Podría decirte que odio diciembre desde el día en que empezaste a desvanecerte, a estar más nítido, a estar no estando. O febrero (oh, qué fatídico febrero). También podría decirte que lo detesto, pero no.
Incluso mayo se me queda casi tan grande como mi cama sin ti.
Sí, podría decirte que odio todos esos meses, o que vuelvas. También podía decirte que vuelvas. Y entonces quizás, empezaría a coger más cariño a septiembre. Pero no.
-¿Y qué pasa con el verano? -dices, casi susurrando.
Pues pasa que el verano no ha llegado aún. Que ni junio ni julio, ni el calor de agosto tendrán nombre de estación hasta que note tu perfume a mis espaldas.
No será verano hasta que vea el mar en tus ojos, y sepa cómo se alborota tu pelo con el viento.
No será verano hasta que mire el horizonte de tus labios y digas <<Buenos días>> sonriendo detrás de una almohada.
No será verano si tú ríes y yo no estoy allí para escucharlo. No, no lo será.
Porque tú, dulce otoño de martes, no serás verano hasta que sepa dónde te escondes. No seré verano hasta que pueda ver cómo dices mi nombre, una vez más.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Un fin disfrazado de principio.

Hoy es un día blanco, uno de esos días en los que soy la tercera persona, el extra de una película que no es la mía. Hoy soy la pieza del puzzle que no tiene sitio que ocupar, la que se ha quedado fuera porque está en la caja equivocada. Dónde habrán quedado las piezas que me faltan.
Hoy veo pasar a la gente por mi lado y no sé qué historia esconden. Puede que ni siquiera tengan una que merezca ser escrita en un papel. Y todo se queda en eso, en pasar por mi lado. Me pregunto en qué momento me volví visiblemente invisible.
¿Es así como se siente una persona que está sola? ¿No es verdad que duele cuando todo son círculos que se hacen cada vez más estrechos y sin cupo para ser un trazo más?
Y quizás en días como éste es cuando más me parezco a una cajita de música, encerrada en sí misma para no dejar que ningún intruso escuche su melodía. Aunque es verdad que las notas sólo cobran vida cuando ésta abre sus puertas, pero a lo mejor es que no quiero mezclar mi mundo con el de fuera.
Dime, ¿qué se hace cuando no te sientes libre, pero no tienes un sitio al que escapar?
Será que tú eres mis alas, pero qué haré si alguna vez a alguien le da por cortarlas.
Me dolería más perderte que el hecho de no saber a qué saben tus abrazos.
Hoy. Hoy es un día blanco.
Y tiemblo con sólo pensar que quizás también lo sea mañana.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Capítulo final de lo que un día fue una historia interminable.

Paso. Paso. El sonido del tacón hace un ruido vagamente melódico en las baldosas de porcelana. Paso. Un vestido rojo. Paso.
Pasos que se acercan lentamente a alguien, una sonrisa ladeada color carmín que esconde todo el tiempo que ha estado esperando para salir. Unos ojos marrones levemente entrecerrados que no pierden de vista el frente. Mechones de pelo que acarician una cara redondeada y caen como una cascada castaña hasta una cintura que es capaz de seguir perfectamente el ritmo de las piernas.
Se para. La horquilla de sus labios se torna seria. Se coloca el pelo detrás de la oreja. Va a hablar.
-¿Me recuerdas?
Alguien que intenta responder pero no es capaz de hacerlo. Alguien sentado en el suelo, paralizado. Alguien que no tiene palabras porque todas ellas fueron prematuramente dichas hacía ya mucho tiempo. Alguien.
-No. No digas que lo sientes. No lo pienses si quiera. ¿A qué has vuelto?
Pasos que se dirigen hacia Alguien. Una chica que se para ante quien está arrastrándose, pero no se agacha a su altura porque sabe que ella ya rozó demasiadas veces el suelo y es su turno de estar en pie.
-¿Vienes para decirme que te arrepientes de algo? ¿Para intentar recuperar lo que lanzaste contra la pared sin reparo alguno?
Ella arquea una ceja. Alguien humedece sus labios porque sabe que ha sido muy predecible.
-Crees que la culpa es mía, que soy la mala de la película. Crees que fui yo quien apretó el gatillo pero, vaya, no recuerdas que fuiste tú quien me dio la pistola.
Un revólver contra la frente de alguien. Sudor frío por todo su cuerpo y tensión sobre su espalda.
-Así que soy la única que hizo aquel desastre. Así que era yo la que se equivocó y te partió en dos como el resto. Yo, yo fui la culpable. ¿No?
Ella se prepara para disparar.
-Deberías haberte bajado de tu pedestal de egocentrismo para mirar quién estaba en el suelo intentando subirse contigo. Debiste haberme ayudado a levantarme en lugar de tirarme una y otra vez, creyendo que sería capaz de tener la fuerza suficiente en mis piernas. ¿Creías que iba estar siempre ahí escuchando tus estupideces de niño pequeño con complejo de adulto? ¿Que iba a aguantar cómo me empujabas?
El martillo del revólver echándose hacia atrás. Los ojos de alguien cerrándose con fuerza.
-Nunca te espera nadie, ¿verdad? Siempre eres tú el que resulta peor parado. Pobrecito. Estúpido ciego. ¿No ves que estoy cubierta de cicatrices? ¿Que me he cansado de mirar la puerta por si tú te decidías a entrar? ¿No ves que me he cansado de ti? Que me has destrozado y no has pensado en las consecuencias.
Ella aparta la pistola, baja el martillo, la tira al suelo. Alguien abre los ojos y se encuentra con una mirada fría color café atravesándole el pecho.
-Se suponía que era mi turno de tirarte al suelo, pero veo que te has acabado cayendo tú solo. ¿No te lo advertí? Que algún día te darías cuenta, eso dije. Pues ese día ha llegado, y no pienso hacer sus horas más largas.
Ella da la espalda a Alguien. Pasos. Sonido de tacón contra la porcelana. Alguien que alarga su brazo para intentar detenerla y nota el roce de un vestido que se escapa entre sus dedos.
Se detiene. Ladea la cabeza y mira hacia atrás de reojo.
-Ahora date cuenta de que tú tuviste gran parte de la culpa. Yo fui la gota que colmó el vaso, pero tú eras el resto de la lluvia.
Pasos que se alejan. Una chica que sale por una puerta que nunca más volverá a ser abierta y sube las escaleras de un sótano, con las mejillas mojadas y la llave en el bolsillo.
Detrás del cerrojo una habitación con una única bombilla balanceándose en el techo. Alguien todavía sigue en el suelo. Ahora es sólo piedra. Sus ojos miran demasiado abiertos la puerta que acaba de cerrarse. Quiere decir algo, pero es demasiado tarde, ella ya no va a escucharle. Ya no.
La bombilla se apaga y todo se vuele oscuro.
Se ha terminado.
Tres letras blancas que cobran brillo por momentos:
FIN.
(¿Fin?)

lunes, 9 de septiembre de 2013

Idolatrar es para locos.

-Rick.
Maya. Maya vuelve, no te vayas. Quédate un rato más, quiero conocerte sólo un poquito. Por favor, no cruces la puerta, no sin ir conmigo.
-Rick.
Venga, dime que te quedas. Te invito a chocolate. ¿Es eso? ¿te vas porque te has terminado tu chocolate?
-Rick, por Dios...
Maya.
-¡Rick, despierta!
Pegué un salto. La voz de James me hizo volver a la realidad.
-¿Qué? - miré de un lado a otro.
-Te has quedado dormido, ¡llevas aquí toda la tarde!
¿Toda la tarde? ¿Y Maya? Habíamos estado juntos hacía unos pocos minutos, se acababa de marchar.
-Pero... pero si hace nada estaba con ella.
Hice un ademán de señalar su mesa, pero me di cuenta de que allí no había nadie. Ni siquiera una mísera señal de que alguien hubiese estado tomándose un café o escribiendo notas de papel.
-¿Ella?
-Sí, ya sabes - miré mis manos nervioso- la hija de tu compañero del ejército, Maya.
-¿Maya? Esa chica no se llama así, Rick.
James se sentó a mi lado y me miró compasivo, como si fuera un borracho o un pobre hombre que hubiera sufrido un golpe en la cabeza.
Respiré hondo. Sus ojos aún seguían escrutándome, intentando comprenderme.
Había estado soñando todo este tiempo. Probablemente dejé caer los párpados en una de mis miradas fugaces a la puerta esperando que ella entrase con su olor a almendras de siempre. Sí, eso debía haber sido, era la única explicación posible.
-Oh, vaya -reí- ¡me he quedado dormido sin darme cuenta!
Él me miró extrañado.
-No te preocupes, James. Es sólo que me he desorientado un poco -miré el reloj, aunque no quería saber la hora-. Es tarde, será mejor que me vaya.
Cogí mis cosas y me dirigí hacia la salida aún con su mirada siguiendo cada uno de mis pasos.
-James - me paré - May... La hija de tu amigo, ¿no ha venido hoy?
Negó con la cabeza. Yo asentí y apreté los labios.
Un sueño, sólo fue eso. Demasiado bonito para ser cierto.
Finalmente me marché resignado y con la amarga sensación de que me habían tomado como a un loco.
Sábado por la tarde. Aquel día no vi a Maya.
¿Maya? James decía que no era su nombre, pero yo estaba convencido de que sí, de que esa era la manera con que ella quería que la llamase.
Todo había sido tan real... al menos así me lo pareció. La suavidad del papel, su cuidada caligrafía que daba mil vueltas a la mía, su voz. Ah, su voz, qué dulce era.
Pero nada de aquello sucedió de verdad, no fue más que uno de mis traicioneros sueños. Esos que me dan la felicidad y me la arrebatan al abrir los ojos. Esos. Por ese tipo de sueños daría yo una vida si así pudiera vivir en ellos.
A veces odiaba haber nacido escritor. Odiaba tener una imaginación tan grande que llegaba a creer que mis mundos eran reales y que mi lugar estaba entre los personajes que creaba.
Pero cada uno tiene un don, y el mío estaba en la escritura, así que tenía que amarla aunque muchas veces ésta me traicionase de mil y una formas diferentes.
Recuerdo que aquella fatídica tarde en la que rocé los límites de un cuerdo, llegué a mi casa y le dediqué un cuento. No un poema. Un cuento.
Ella era la protagonista, pero yo no tenía que salvarla. Al contrario: era ella quien me salvaba a mí.
Pasó una noche, la primera noche que me visitó el insomnio, y lo único que podía hacer era dar vueltas en mi cama y pensar en cómo se llamaría ella.
Pensar en qué estaría haciendo (dormir si no era una loca como yo) o escribir. A lo mejor no tenía sueño y estaba viendo la televisión.
¿Dónde vivía? ¿En el paseo marítimo o más bien en el centro?
Puede que tuviese un gato de color blanco y negro, como en las películas; que viviese sola compartiendo piso con él. Sí, eso era.
Maya vivía en el centro, pero no tenía gatos. No tenía, porque le gustaba estar sola. Tampoco había comprado un apartamento cerca del mar porque le molestaba el ruido de las olas.
Una ermitaña. Maya era del tipo de personas que adoraban la soledad, y por tanto su casa estaba en una de esas calles poco transitadas de la ciudad.
¡Ahá, la tenía calada y ni siquiera sabía su nombre!
Sonreí satisfecho desde el otro lado de las sábanas. Ya sabía quién era Maya.
¿Lo sabía? ¿De verdad lo sabía?
-Vamos, Rick, te estás volviendo majareta -dije en voz alta.
Aquella chica me volvía loco.
Pero no estaba enamorado. Qué va, no lo estaba. Era obsesión, de ese tipo de obsesión que sufren a veces lo escritores cuando han encontrado a su musa.
Necesitaba dormir antes de que acabase pidiéndole matrimonio en uno de mis sueños.
Loco, completamente loco. Menos mal que al día siguiente la vi y logré calmarme un poco. Un poco sólo.
-Bueno, aquí viene la Bella Durmiente -bromeó James cuando me vio entrar.
Le sonreí avergonzado mientras meneaba la cabeza.
-¿Un café? - me dijo al pasar por su lado, mientras limpiaba una mesa e intentaba que la bandeja no cayera al suelo.
-Sí, un café.
Me senté donde siempre y eché una mirada fugaz a su sitio. No estaba.
¿De verdad quería verla? ¿Cómo la miraría ahora a los ojos? Cada vez que lo hiciese recordaría aquel sueño, recordaría que no era real.
Mirarla a los ojos, qué gracioso, ¡si nunca lo había hecho, y cuando lo hacía era para hacer el ridículo!
James llegó con el café y disipó mis pensamientos. Menos mal.
-Y no te duermas hoy... -dejó la taza.
-No lo haré, tranquilo.
Aunque no estaba tan seguro de ello, la noche anterior no había sido capaz de dormir más de tres horas seguidas. Cuando lograba cerrar los ojos, al poco volvía a abrirlos.
Maya, su cara se me aparecía hasta con la luz apagada. Maya. ¡Maldita mujer, que me tenía obsesionado!
Jugué con el borde de la taza e hice mi ritual de siempre.
Removí el café y me quedé observando los círculos que dibujaba la cuchara.
Cinco días habían pasado. Cinco. Y ella me tenía tirándome de los pelos porque no sabía quién era. Todo fue a raíz de ese sueño, ese estúpido sueño. Si no me hubiese quedado dormido... si no hubiese sabido lo que era tenerla aún sin hacerlo, ahora mismo no estaría muriéndome de impotencia porque no sé cómo hacer que lo imaginario se torne real.
A lo mejor aquella realidad paralela era una especie de pista. A lo mejor debería haber pedido un chocolate caliente en un lugar del café de siempre.
¿Y si había visto el futuro?
Eché una ligera risa que nadie pareció oír. Ver el futuro...
Un olor a acrílico, el pintor había llegado.
Me quedé pálido, iba vestido igual que en mi sueño: arreglado como si tuviese una cita. También llevaba bajo el brazo lo que parecía ser un cuadro envuelto en papel, posiblemente un regalo para alguien.
Se sentó unas mesas más adelante, pero no pidió nada. Definitivamente esperaba compañía.
Di un sorbo de café aún sin apartar la mirada de aquel curioso individuo. A veces me pasaba que observaba demasiado a la gente, pero no era algo malo (supuse) si no se daban cuenta de ello.
Pasaron lo minutos y su acompañante no llegaba. Vi cómo miraba varias veces nervioso su reloj de muñeca y se ajustaba la pajarita tras comprobar que aún no era muy tarde. Después cruzaba los dedos sobre la madera, como un niño pequeño buscando la postura correcta y el reconocimiento de su profesora.
¿A quién esperaría?
Un olor a almendras me dio la respuesta.
No. No podía ser, no podía ser ella.
La seguí con la mirada ocultándome tras mi taza.
Ella me miró. Maldita sea, siempre me pillaba.
Se quedó mirándome, como en aquel sueño, pero no de la misma manera. Entreabrió los labios sorprendida y abrió los ojos ligeramente.
¿Qué? Qué pasaba? Me giré por si había alguien a mi espalda a quien se sorprendiera de haber encontrado, pero nada. Volví a mirarla y fruncí el ceño.
Ella desvío sus ojos marrones de mí, intentando ocultar la decepción, y volvió a erguirse mientras se dirigía hacia el artista.
<<Debió haberme confundido con alguien>> pensé.
No podía creerlo, Maya y el pintorucho estaban sentados el uno frente al otro. Compartiendo risas, momentos.
Me sentía un intruso aun estando ligeramente lejos de sus asientos. Algo se había roto, ¿una ilusión, tal vez?
<<Idiota, que ella no es tuya, puede tomarse un chocolate caliente con quien quiera>> me dije.
Pero no sirvió de nada, seguía carcomiéndome el sentimiento de traición. Y lo peor era que yo tenía toda la culpa.
 Si hubiese estado aquí el viernes... me hubiera levantado para evitar que ella le mirase y aceptara tener una cita.
Habría dicho: <<¡Eh, tú! ¡Yo la vi antes!>>
No,  no lo haría. Jamás diría una cosa así, sé de antemano que nadie pertenece a nadie. Pero, vaya, yo quería que ella me dijese lo contrario: que se sentía mía y yo suyo. Aunque fuese una de esas mentiras que nos atrevemos a dejar escapar sólo para ver sonreír a otra persona y llamarnos estúpidos.
No aguantaba más, quería irme. Dejar de verles y aceptar que había perdido por cobarde, por no atreverme ni siquiera a saludarla.
Terminé mi café de golpe y cogí mi chaqueta. Justo cuando pasé por su mesa el artista le dio el regalo. Maya suspiró en un intento de decir <<¡No era necesario que me trajeras nada!>>.
Me permití mirar de reojo. Quería saber qué había dibujado ese ''roba musas''.
Sentí un poco de envidia mezclada con admiración al ver que era un retrato de ella perfectamente dibujado.
Esos pómulos resaltados al rojo en combinación con sus labios, su pelo ligeramente ondulado...
Dios, el chico tenía talento.
Aparté la vista de aquel grotesco espectáculo y salí por la puerta.
-¡Espera, Rick! - me detuve.
Sabía que era la voz de James, pero aún tenía la esperanza de que fuese Maya.
-¿Ya te vas? - preguntó extrañando y jadeando. Había venido corriendo.
-Sí, ya me voy.
Él río y meneó la cabeza.
-¿No será porque ella está sentada con Jean?
Jean, así se llamaba aquel... aquel.
-No, ¡claro que no! -arrugué la nariz-. Si no la conozco, hombre.
-Ya... bueno - miró cabizbajo al suelo.
-¿Qué pasa?
Noté su semblante triste.
-Sigues sin recordar nada, ¿verdad?
-Recordar... ¿recordar qué?
No entendía lo que decía.
-Olvídalo - su rostro volvió a iluminarse -. ¡Hasta mañana!
<<Hasta mañana>>. Lo que hubiera dado por que fuese ella quien dijera esas palabras.
Ignoré aquella conversación tan pronto como crucé la esquina del café. Ignoré lo que había sucedido aquella tarde, porque me resultaba estúpido enfadarme con alguien de quien no sabía ni su nombre.



domingo, 8 de septiembre de 2013

Hacer que vuelvas mirándote de lejos.

Es curioso lo rápido que pasa el tiempo sin apenas poder controlarlo. Lo rápido que pasan los momentos y lo tarde que nos damos cuenta de que ya han desaparecido, de que ahora son sólo recuerdos a los que algún día querremos volver.
Pero no se puede, es imposible recuperar lo que se pierde.
Es curioso. Simplemente curioso.
Aún me acuerdo de tu voz. De tu estúpida manía de ocultar todos tus problemas bajo una máscara de impertinencia y falsa seguridad en ti mismo.
Maldita máscara que no te quitaste ni siquiera para dejarme destruir tus miedos.
Ojalá hubiera podido romperla por aquel entonces, darte una bofetada de realidad y hacerte ver que no se puede hacer desaparecer un problema sólo con no mirarlo.
Pero ha sido ahora, a las dos de la mañana, cuando me he dado cuenta de que en parte, la culpa es también mía. Debí haberme puesto bajo esa cubierta de porcelana blanca. Debí haber visto que no eras tú, que era ella.
Es tarde. Ya es demasiado tarde. Siempre lo es.
Maldita soledad, que es la única que me hace necesitarte, darme cuenta de que te echo de menos. De que quiero volverte a oír aunque sea de lejos y en una risa que no va dirigida a mí.
Que quiero verte. Quiero verte.
Quiero protegerte del mundo, secarte las lágrimas que tantas veces dejas que deslicen tus mejillas. (Dichosa costumbre la tuya la de llorar demasiado).
Quiero abrazarte por primera vez pero nunca por última, y que te acostumbres tanto a mí que me detengas cada vez que vaya a cruzar una puerta.
Quiero... simplemente quiero.
Es curioso lo rápido que pasa el tiempo y lo lento que va cuando te echo de menos, parece que lo hiciese aposta.
Algún día me vengaré de las agujas del reloj. Las pararé y las obligaré a ir hacia atrás para así poder encontrarte.
Aunque sea sólo quitándole las pilas.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Cruzarme contigo, metafóricamente hablando (¡Oh, cómo odio que tú y yo nos quedemos en metáforas!).

Ayer te vi. Sí, a ti, no recuerdo en qué calle, pero te vi. ¡Qué importa! si lo que de verdad cuenta no es el lugar, sino la persona.
Llevabas esa camiseta que tanto me gustaba y el pelo más largo que hace unos meses. Seguías caminando de la misma manera que cuando nos conocimos, con la vista al frente y sin fijarte en quién pasaba por tu lado.
Fuiste como un detonante, un detonante de recuerdos. Una bomba de fotografías lista para explotar. Y cómo no, yo siempre fui el blanco perfecto.
Ese olor a ti que la costumbre del día a día hizo que se borrara de mi almohada, fue lo único que quedó cuando me diste la espalda.
Anda, justo como la última vez.
Tu espalda. Ah, sí, tu espalda. Cómo olvidarme de ella, si aún conservo todos los mapas que dibujé para no perderme entre todos aquellos lunares. Nunca tuve madera de astronauta, pero tu astronomía era la única que me gustaba.
Lunares. Sí, también los recuerdo. ¿Dónde decías que tenías esos tres tan bonitos? Aquellos que adornaban tu mejilla.
(¿Tu mejilla?)
Mejilla. Oh, qué bonita era cuando se vestía de rojo. O bien por mi carmín o por mis palabras. O un abrazo, o un beso.
Un beso, ¿aún los recuerdas? Todos los que teníamos reservados. ¡Eran más de mil, y eso que perdiste la cuenta!
Dime, ¿aún los conservas o... se los regalaste a otra? (Por favor, dime que no).
Ayer te vi, sí. Pero sólo fue eso, verte. Y por un momento eché de menos cruzarme contigo en una misma habitación o en un mismo pasillo; ver películas juntos o simplemente prometer que las veríamos. Tenerte próximamente lejos.
Te eché de menos. ¡Vaya si lo hice!
Y quizás al pasar por tu lado sonreíste o me rozaste la mano sin yo hacerte caso, quién sabe.
La cosa es que ayer te vi, pero tú... tú ibas caminando como siempre, con la vista al frente y sin fijarte en quién pasaba por tu lado.
Ni siquiera en mí.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Idolatrar es para locos.

La tercera vez que la vi, era sábado. El viernes no fui capaz de ir al café, porque me daba vergüenza encontrarme con ella, más aún sentarme en la mesa contigua.
Cuando entré, ella no estaba. El presidiario tampoco había venido, el único rostro conocido era el del pintor que tamborileaba la mesa nervioso con los dedos. Parecía que estuviese esperando a alguien, incluso creí haberle visto resoplar cuando se dio cuenta de que yo no era quien deseaba que fuera.
Me senté en el lugar del día anterior e hice a James un gesto para que viniese.
-¿Qué pasa Rick? Ayer no te vi por aquí, y hoy me haces venir a tu mesa...
Su voz tenía una mezcla de preocupación y curiosidad.
-No pasa nada, es que estuve ocupado - mentí-. Te llamaba para decirte que hoy quería chocolate.
-Ah... -asintió- ¿cómo el que toma ella? - inquirió burlón -. ¡Pero si a ti eso no te gusta!
-A lo mejor el tuyo sí - bromeé.
Se echó a reír y me respondió con unas palmaditas en el hombro antes de marcharse en busca de lo que le había pedido.
Pasó cerca de media hora, y aún no había dado ni cinco sorbos a aquel mejunje azucarado. Empezaba a preocuparme por que ella no llegara, cuando apareció por la puerta.
Hoy iba diferente, tenía el pelo recogido. No le quedaba mal.
Ella se paró en seco, como si no supiera dónde sentarse. Se mordió el labio, dubitativa, y luego me vio.
Me miró durante unos segundos, consternada, intentando buscar una forma de reprocharme sin necesidad de usar las palabras. Luego me di cuenta de que no, que no estaba enfadada conmigo, que sólo intentaba encontrar una manera hierática de mirarme.
Para mi sorpresa, se dirigió hacia la mesa del artista, que estaba un poco más adelante de la mía. Creía que iba a sentarse con él. Tenía sentido, quizás el viernes él se hubiera acercado a ella y hubiesen quedado hoy.
<<Debí haber venido, estúpido cobarde>> pensé.
Pero no. Pasó de largo y se sentó en el mismo lugar de aquella vez, al lado mío.
No pude ver la cara que puso el pintor cuando vio que ella no eligió su compañía, sin embargo noté una especie de dejadez en sus hombros cuando el paso firme de la chica siguió más allá de su espalda.
Una vez se hubo quitado la chaqueta y pedido a James lo que quería, escuché cómo volvía a sacar un cuaderno de su bolso. Después, silencio.
¿Qué hacía? No me atreví a mirarla.
No se escuchaba nada proveniente de su mesa, quizás estaba mirándome. No, no, eso jamás pasaría. Yo era un torpe.
Silencio otra vez hasta que, de repente, sucedió.
Un bolígrafo escribiendo, una hoja siendo arrancada de su cuaderno. El suave tacto del papel doblado rozando mi brazo para después caer junto a la fría vela...
Una nota. Me había escrito una nota.
Parpadeé varias veces, perplejo. Por un momento vinieron a mi mente recuerdos del colegio, cuando a escondidas del profesor pasaba notitas a mis amigos.
La abrí cuidadosamente, para leer: <<A ti no te gusta el chocolate, lo tuyo es el café>>.
¿Cómo sabía ella que el chocolate caliente no me gustaba? ¿Había estado mirándome, observándome, cuando yo no la observaba ni miraba a ella?
Ninguna otra persona hubiera hecho aquello. Era extraño que alguien escribiera una nota a un destinatario desconocido, sólo para decirle qué bebida le gustaba más.
No la miré, pero sabía que ella sí lo estaba haciendo.
- Tu café, querida - le dijo James.
Ya está, era mi oportunidad. Saqué mi pluma del bolsillo y arranqué una hoja de mi cuaderno.
<< A ti no te gusta el café, lo tuyo es el chocolate>> escribí.
Doblé la hoja y la dejé lindando con su mano, casi rozando sus dedos. Después escuché, sin mirarla, cómo la abría y sonreía tras leer mi respuesta.
Jugueteé con el borde de la taza a la espera de su nota. Entonces su silla se movió y ella se levantó.
¿Se marchaba? No, ¡tenía que contestarme!
No, no se marchaba. Me calmé. Se sentaba conmigo.
¡¿Se sentaba conmigo?!
Sí, se sentaba conmigo.
Dejó el bolso en el suelo y deslizó su carta hasta mí, apoyando su mentón en el dorso de sus manos mientras miraba cómo la leía.
<<Podemos intercambiarlas>> ponía.
Levanté la mirada y ella empujó su taza de café. Me alentó con la mirada a que yo hiciera lo mismo con la mía, y así lo hice.
Fue un intercambio rápido, como si ambos recipientes de porcelana fueran fichas de hockey sobre un tablero elegante de madera.
Ella dio un sorbo al chocolate, cerrando los ojos, y luego abrazó la taza con sus manos.
Tenía que hablar, tenía que hacerlo. El primer paso fue suyo, me correspondía a mí dar el segundo.
-¿Cómo te llamas? -dije, por fin.
-¿Qué nombre me echas? -sonrió ladeadamente.
-¿Violeta?
Arrugó la nariz.
-¿Beth?
-Hm, ¡frío!
-¿Maira?
-Casí, pero no.
-Oh, me rindo -reí.
-Maya, me llamo Maya.
-¿Como la abeja?
-Vaya... qué original - respondió sarcástica.
Bebió un poco de chocolate y luego preguntó.
-¿Y tú?
-Yo Rick. Me llamo Rick - sonreí.
Ella me devolvió la sonrisa y dejó la taza sobre la mesa.
-Bueno Rick, creo que me debes una disculpa.
La miré extrañado, luego recordé el incidente del jueves y noté cómo me ponía rojo.
-Lo siento, sólo quería saber qué estabas escribiendo - me rasqué la nuca -. Yo también escribo.
-Dos escritores conociéndose, esto está condenado al desastre - alargó un poco el sonido de la ''a''.
No supe a qué se refería.
-¿Qué escribías?
-¿Es que acaso eso te importa? - ladeó la cabeza y arqueó una ceja.
-Pues sí, en realidad sí me importa.
Maya se cruzó de brazos y me miró.
-Cada persona tiene un mundo, y rara vez se muestra a alguien ajeno a él -se irguió.
-La curiosidad mató al gato, supongo - bromeé y ella rió.
Se hizo un silencio incómodo. Yo seguí mirándola, porque no podía dar crédito al gran giro de acontecimientos que había pegado la historia.
La primera vez que la vi ella no me miró. La segunda vez ella se enfadó conmigo. Y la tercera vez se acercó a mí como si nada hubiera pasado. No era real, no podía serlo. Todo resultaba extraño, como un sueño.
¿Acaso estaba dormido? ¿Seguía siendo viernes por la noche?
Maya miró su reloj.
-Tengo que irme - se levantó y se puso la chaqueta -. Supongo que, ¿hasta mañana?
-Hasta mañana - asentí con la cabeza.
Y se marchó dejando toda la estancia a oscuras.

Idolatrar es para locos.

Al día siguiente ella llegó antes que yo. Al igual que el miércoles, había pedido un chocolate caliente; sin embargo no traía un libro: traía una libreta. ¿Ella también escribía? No, debía estar dibujando. Demasiadas casualidades para una misma semana.
Decidí sentarme en la mesa de al lado. Fue el acto más valiente que fui capaz de hacer, mirarla de reojo era todo lo que me permitían los nervios. Hablarle, levantarme si quiera, era para mí un esfuerzo preocupantemente costoso. Sentía como si tuviera que romper una barrera para poder verla a ella, para poder saber quién era. Y yo de barreras poco sabía. Construía las mías propias pero no tenía ni la menor idea de cómo destruir el resto.
No, aún no era el momento, tenía que mentalizarme, crear una conversación en mi cabeza y hacer de aquel pequeño acto de conocer a alguien, un instante perfecto.
Ella terminó su chocolate y siguió escribiendo. Hubo un segundo en el que se colocó el pelo detrás de la oreja y sonrió levemente, como si estuviera sumida en sus propios pensamientos, en la historia que escribía.
Escribía. Ella también escribía.
-Hola - dijo una voz grave, desafiante.
La chica levantó la cabeza y la horquilla de sus labios volvió a tornarse recta.
-Hola.
No pareció muy amable, pero el tono cortante no logró disuadir al presidiario (así decidí llamarle).
-Ayer te vi, y... - se le notaba nervioso - ¿puedo sentarme?
-Lo siento, estoy muy ocupada - bajó la mirada a su cuaderno.
Él no se esperaba una respuesta tan directa, así que frunció el ceño, masculló algo entre dientes, y se fue refunfuñando hacia su mesa.
¿Era eso de lo que pretendía advertirme James? ¿Que aquella muchacha de aspecto dulce era en realidad una mujer fría? No, no podía ser eso.
Mordisqueé el interior de mi mejilla, y di un sorbo a mi café. El artista seguía dibujando entre miradas fugaces a ella y sorbos rápidos de Brandy.
Entonces, de repente, él se levanto de un salto que hizo que ella levantara sorprendida la vista de sus historias para mirarle extrañada.
El pintor se sonrojó y dio un último trago su vaso, para después salir a toda prisa del local.
La chica frunció el ceño y siguió escribiendo.
Cuando mi taza se quedó vacía, ella aún seguía sumergida entre la tinta de su bolígrafo. Me pregunté qué estaría escribiendo, si sería una de esas personas que crean historias cutres y ñoñas sólo para plasmar en metáforas un amor frustrado.
<<No lo hagas, Rick, ni se te ocurra>> me dije a mí mismo.
Pero no podía evitar que la curiosidad me matase por dentro. Ella era escritora, como yo. Necesitaba saber si nuestros mundo de papel eran compatibles.
Así que casi sin darme cuenta, me encontré echando un vistazo desde mi mesa a su cuaderno.
No pude leerlo bien, estaba demasiado lejos, tenía que acercarme un poco más, sólo un poco...
Pum.
La silla resbaló y estuve a punto de caerme. El ruido hizo que el café entero se quedara mirándome, incluida ella.
Sus ojos marrones comenzaron a helarme. Estaba enfadada, lo notaba, y era normal. Yo, un hombre desconocido, había intentado introducirme sin permiso en su mundo, un mundo que era solamente suyo y de sus lectores (si es que tenía alguno).
La primera vez que me miraba, y era para regañarme.
Abrí la boca para disculparme, aún con la silla tambaleándose y mi cuerpo haciendo equilibrismos para no caerse, pero entonces ella apartó la mirada y cerró la libreta de golpe, se bebió de golpe el chocolate y salió a toda prisa por la puerta, agarrando con fuerza su chaqueta.
Suspiré, no supe si por alivio o para reprocharme el haberlo fastidiado todo antes incluso de que empezase.
Coloqué la silla y no me molesté en terminarme el café. Todas mis ganas se habían ido con su olor a almendras atravesando el umbral de la cafetería.

Idolatrar es para locos.

No era como las demás, lo supe desde la tercera vez que la vi.
-Es un flechazo -me dijo alguien, una vez, mientras se encendía un cigarrillo-. Un flechazo, sí señor.
Pero yo no creía en los flechazos, y sigo sin hacerlo. ¿No encuentras demasiado frío el hecho de enamorares a base de flechas? ¿No sería muy doloroso si nos atravesasen el pecho?
Sí, lo sería. Claro que lo sería. Y sin embargo el amor solamente duele cuando está a punto de acabarse, o cuando parece que ya no queda.
No, definitivamente yo no creía en el amor a primera vista. No es posible querer a alguien sin saber quién es. Y por supuesto ella no fue una excepción, aunque acabó convirtiéndose en una. Me pregunto si alguna vez se dio cuenta de lo diferente que era.
Era miércoles cuando la conocí, un miércoles de noviembre bastante frío. Odiaba el frío y su manía de congelarte las manos. Tan rápido, tan doloroso...
Sin embargo la luz tenue del café y el silencio de los comensales hacían de aquel mágico lugar estilo años cuarenta, un pequeño refugio con matices de primavera. Quizás fuera por la calefacción o las velas que adornaban cada mesa, pero allí no se notaban lo grados bajo cero de la calle.
-¿Qué va a ser esta vez, Rick? -preguntó James, el camarero y dueño del local.
Era un hombre regordete, con un bigote negro que le daba un aspecto entrañable y hacía juego con sus casi ya cincuenta años de edad. Si las personas buenas existían, él era una de ellas.
-Lo de siempre.
-Un café, entonces -golpeó la libreta con su bolígrafo.
Eché una mirada alrededor. Yo no era el único solitario que buscaba compañía en una bebida caliente, había otros dos hombres de más o menos veinte años (como yo, qué casualidad).
Uno de ellos, de aspecto más o menos desconfiable, jugueteaba con la cera ya enfriada de la vela; y el otro, se limitaba a escribir en una libreta. Ah, no. No escribía: estaba dibujando.
Me pregunté en qué estarían pensando, si el tipo de aspecto de presidiario estaría esperando a un compañero de trapicheos, o si el artista estaba sufriendo alguna clase de crisis creativa y la soledad del café fuera la única que le ayudaba a ordenar sus trazos.
¿Buscaban la nostalgia o huían de ella?
-Tu café.
El sonido a porcelana de la taza siendo colocada sobre mi mesa, hizo que perdiera el hilo de mis observaciones.
-Gracias -sonreí.
Cuando vi que se marchaba, hice mi ritual de siempre: echar el azúcar, remover lentamente con la cuchara y recoger con los dedos los granitos que caían sobre la mesa.
Y justo en el tercer sorbo de café, apareció ella.
No podía decirse que fuera bajita, aunque había visto a chicas más altas. Tenía el pelo largamente ondulado y moreno, cayendo hasta su cintura.
Tenía una forma de caminar que dejaba ver a quien la mirase aquella seguridad en sí misma tan envidiable, acompasada de unos ojos marrones que no le quitaban la vista al frente.
Jamás olvidaré aquel vestido color rojo.
No pude verle la cara, hasta que se sentó unas mesas más allá de la mía, y pidió un chocolate caliente al camarero. Parecían conocerse a pesar de que nunca antes la había visto por aquí.
Ella sonrió y James le devolvió la sonrisa antes de marcharse tras traerle lo que había pedido.
También tenía su propio ritual: dejar que la taza le calentase las manos antes de soplar el vapor que desprendía.
Al segundo sorbo sacó un libro. Y fue devorando las páginas al compás del chocolate.
Me sentí un intruso de su intimidad, tuve la repentina sensación de que llevaba demasiado tiempo mirándola.
Centré mi atención en el café (que ya estaba demasiado frío) y saqué mi libreta, aquella que sólo usaba para escribir fuera de casa.
No sé qué tenía ella, que ahora que sabía que existía tenía la irrefrenable necesidad de convertirla en palabras.
Y justo cuando llegué al pie de la página, un olor a almendras pasó rozándome por al lado. Ya se marchaba.
Me permití echarle una última mirada, pero no fui el único que decidió decirla adiós con los ojos: el presunto presidiario y el artista también se despedían de ella a mi manera.
Entonces la puerta se cerró, y vi tristeza en el mirar azul del que dibujaba y decepción en las pupilas negras de aquel con pintas poco confiables. Pero yo no sentí ninguna de esas dos cosas, yo sentí intriga e impotencia de no poder saber quién era ella.
-James -dije, cuando vino a recoger mi taza - ¿de qué la conocías?
-¿A quién? -comenzó a limpiar la mesa sin mirarme.
-A ella, a la chica del vestido rojo.
-Ah, ¡ella! -exclamó alegre, incorporándose -Sí, claro que la conozco.
-¿Y bien? ¿Quién es?
James enarcó una ceja y se echó a reír.
-Oh, muchacho, si ya lo sabes...
-Vamos, no bromees -sonreí nervioso.
James me miró pensativo.
-Es la hija de un antiguo compañero mío del ejército. Se acaba de mudar aquí. No querrás saber dónde vive también, ¿no? - bromeó.
Sonreí amablemente. Se había borrado todo rastro de preocupación de su rostro.
-No, yo sólo quería saber su nombre - le inquirí con la mirada.
-Bueno... -puso mi taza en su bandeja - Pues vuelve mañana y pregúntaselo tú mismo.
No había señales de molestia en su voz, lo dijo más bien como queriendo incitarme a que yo la conociese.
Era desconcertante que un momento antes hubiera insinuado que yo ya la conocía, y que ahora admitiese lo contrario.
Quise preguntarle el por qué de su cambio, pero él ya estaba camino de la barra. Si quería saber más acerca de la misteriosa hija del militar, tenía que hacerlo yo mismo.
Y lo hice, pero no al día siguiente.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Un Sahara en el pecho.

Oh, vaya, cuánto tiempo sin verte. Sí, a ti. A ti que me lees sin decir nada, en silencio y callando las palabras que me escribes o las sonrisas que te causo. (O te causaba).
Llevo muchas noches queriendo decirte esto, queriendo explicarte algo que hasta ahora, para mí no tenía nombre. Algo etéreo, como un sentimiento, o más bien como el miedo. 
<<Miedo... ¿de qué?>> dices.
<<Pues miedo. Miedo, sin más>> te respondo.
Miedo, como cuando apagabas la luz e imaginabas de pequeño monstruos debajo de la cama. Miedo, el miedo es simplemente eso.
Cómo explicarte a ti, la viva imagen de la entereza, que no supe dejarte atrás porque me temblaban las piernas con solo pensar que si te ibas me quedaba vacía.
Cómo.
Si cada vez que me giraba a mi espalda quedaba un hueco demasiado frío para rellenar con sábanas o mantas. Si llamaban al teléfono y el mundo se me echaba encima al darme cuenta de que no era tu voz la que respondía a mis <<¿Diga?>>; y me faltaba tiempo para correr a cogerlo, aún creyendo que eras tú el que me buscaba tras una línea telefónica. Si cada vez que tomaba aire me seguía faltando, y cada vez que te miraba sentía mariposas en el estómago, pero mariposas que hacían daño.
Cómo. Dime cómo.
Si ahora que me he quedado vacía y me he acostumbrado a despertar cada mañana sin tus <<buenos días>>, ya no siento nada.
Nada excepto miedo.
Y precisamente eso quería decirte, que sigo teniendo miedo, pero que esta vez mis temores no empiezan con la primera letra de tu nombre.