Recuerdo que estaba todo negro al principio, que no podía moverme, ni hablar, ni respirar aunque no lo necesitase. Recuerdo que por un momento pensé que me quedaría atrapado allí para siempre, en la nada. Y la verdad, no me importó mucho, no me sentía vivo. ¿Alguna vez te has desmayado? Porque es lo más parecido a aquel intervalo de tiempo en el que no supe bien dónde estaba, ni tenía a penas consciencia.
Después, de repente, como si hubiera abierto los ojos después de haber perdido el conocimiento, aparecí en una playa.
El cielo estaba gris, no parecía de este mundo. Era como estar en Marte o, qué sé yo, en Júpiter. No sé, nunca estuve allí. El caso es que el horizonte se veía más infinito de lo que él solía serlo, y a la luna le había salido una gemela.
Intenté levantarme, ya podía mover mis piernas. Me acerqué a la orilla, queriendo que las olas mojasen mis zapatos. Me di cuenta entonces de que iba vestido con un traje negro, muy elegante.
Pero no sabía quién era, no recordaba mi nombre. No recordaba de dónde había venido ni qué hacía en ese sitio. Sabía, únicamente, que me sentía solo.
Entonces dejé que el sonido del mar me guiara y miré a mi izquierda. Vi a lo lejos una casa, en un acantilado.
Ah, pero no era una simple casa, había alguien en la entrada.
Caminé hacia ella sin prisa, porque ya había perdido todo mi tiempo y no me quedaba nada más que desperdiciar; y cuando subí por aquella cuesta escarpada, aun sin haber llegado, pude ver con más detalle aquel lugar.
Ella estaba en una mecedora, ¿estaba tejiendo o escribiendo en una libreta? No lo supe. Llevaba un vestido azul, el pelo muy largo y ondulado cayéndole por la cintura, y un pintalabios rojo que hubiera reconocido en cualquier parte.
Avancé hacia la chica, y fue en ese momento cuando quizás una hoja seca del suelo, un simple palo roto o hasta incluso el propio césped, me delató e hizo que mirase en mi dirección.
Se levantó de su asiento y dejó las cosas en la mesa, entonces hizo de su mano una visera y abrió los ojos de par en par al verme a mí. Su carmín se volvió una horquilla, y me empezó a saludar de una forma muy efusiva.
¿Me conocía?
Ese vestido azul.
Seguí caminando y ella moviendo el brazo.
Su pelo.
Otro paso.
El color rojo.
Otro paso.
Y su energía.
Ya había llegado a la entrada.
La conocía, ¡pues claro que la conocía, si era ella!
Quise llorar, abrazarla, decirle cuántos años había estado esperándola en aquel viejo apartamento de los ochenta. Que llevaba muerto mucho tiempo, desde el día en que murió ella.
Pero no hizo falta pronunciar palabra, porque yo ya sabía leer sus ojos.
Así que subí las escaleras de madera y la miré fijamente, y entonces sí, apoyé mi frente contra la suya y la abracé.
Muy fuerte, tan fuerte que hubiera temido asfixiarme si hubiese tenido aire en mis pulmones.
Y después ella sonrió como diciendo <<Yo también estuve esperando>>, mientras agarraba mi mano y giraba sobre sus propios talones para llevarme hacia el otro lado de la puerta.
Tuve miedo, por un momento, de despertar. De abrir los ojos y encontrarme una vez más cara a cara con un hueco vacío al otro lado de mi cama. Miedo de que ella desapareciese a las ocho de la mañana, para volver a verme a las once de la noche. Tan irreal como siempre, y tan nítida como aquel que sueña con lo que ya no tiene.
Entonces me di cuenta de que sí, estábamos soñando. Pero era un sueño del que nunca, jamás, podríamos salir con el simple sonido de un despertador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario