Seguidores

domingo, 13 de octubre de 2013

Cuando lo único que nos separa es lo que tardo en romper el minutero.

Yo nunca fui de llevarme bien con los relojes, siempre acababa rompiéndolos o ajustándolos un minuto más o dos minutos menos. Tampoco a ellos parecían gustarles mis muñecas, hacían cualquier cosa por acabar en cualquier lugar de mi brazo menos en ellas. E, irónicamente, no era capaz de ir a ninguna parte sin ellos.
A veces me pregunto quién se creen que son, intentando a toda costa encerrar el tiempo en dos agujas y un segundero, como si eso fuera a hacer que las tardes pasaran más despacio o que la Luna decidiese echar al Sol del escenario antes de las ocho.
No, qué va, se equivocaban. Quizás pensaban que sus péndulos lograban hipnotizar a las horas, que harían llegar a Febrero tarde y a Octubre antes, pero no.
El tiempo no es algo que controle un reloj de pared o ese que llevas ahora mismo cubierto por la manga de tu camisa. Al tiempo no puede controlarle nadie, es más libre que tú y que yo, y que cualquier pájaro migratorio.
El tiempo finge haber perdido para después acabar con nosotros. Nos engaña haciéndonos pensar que podemos manejarlo o conocerlo, hasta que un día se quita esa máscara tan bien caracterizada y nos deja ver que en realidad era él el que nos limitaba a nosotros y no al revés.
El tiempo es... eso que quiero parar cuando estoy contigo, y hacer que vaya más deprisa cuando ya te has dado la vuelta.
Y por eso no me llevo bien con los relojes, porque lo único que saben hacer es marcar las horas. Y ya me dirás tú qué utilidad tiene saber que son las cinco, si a las cinco aún no has llamado al timbre de mi puerta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario