Yo nunca fui de llevarme bien con los relojes, siempre acababa rompiéndolos o ajustándolos un minuto más o dos minutos menos. Tampoco a ellos parecían gustarles mis muñecas, hacían cualquier cosa por acabar en cualquier lugar de mi brazo menos en ellas. E, irónicamente, no era capaz de ir a ninguna parte sin ellos.
A veces me pregunto quién se creen que son, intentando a toda costa encerrar el tiempo en dos agujas y un segundero, como si eso fuera a hacer que las tardes pasaran más despacio o que la Luna decidiese echar al Sol del escenario antes de las ocho.
No, qué va, se equivocaban. Quizás pensaban que sus péndulos lograban hipnotizar a las horas, que harían llegar a Febrero tarde y a Octubre antes, pero no.
El tiempo no es algo que controle un reloj de pared o ese que llevas ahora mismo cubierto por la manga de tu camisa. Al tiempo no puede controlarle nadie, es más libre que tú y que yo, y que cualquier pájaro migratorio.
El tiempo finge haber perdido para después acabar con nosotros. Nos engaña haciéndonos pensar que podemos manejarlo o conocerlo, hasta que un día se quita esa máscara tan bien caracterizada y nos deja ver que en realidad era él el que nos limitaba a nosotros y no al revés.
El tiempo es... eso que quiero parar cuando estoy contigo, y hacer que vaya más deprisa cuando ya te has dado la vuelta.
Y por eso no me llevo bien con los relojes, porque lo único que saben hacer es marcar las horas. Y ya me dirás tú qué utilidad tiene saber que son las cinco, si a las cinco aún no has llamado al timbre de mi puerta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario