El otro fui a verte, aunque tú ya lo supieras sin siquiera verme. Echaba de menos el mármol de tu piel, tan gris como las nubes. Sí, esas que tanto me gustaban. Estabas demasiado fría, más de lo que recordaba, pero al menos ya no tenías ese halo de tristeza que solía rodearte, consumiéndote, como queriendo dejarte en nada. Como queriendo que fueras sólo una estructura de cristal blanca.
Tenía muchas cosas que contarte, que pedirte. Quizás tú ya no podías oírme, a lo mejor estabas demasiado dormida como para saber que eran mis palabras, y no el viento, las que mecían tu pelo negro.
Tenía que pedirte ayuda, que decirte que necesito que vuelvas a ser mi salvavidas. Necesitaba que supieses lo alto que es mi precipicio y la poca fuerza que tienen mis piernas para poder saltarlo.
Que me veo cayendo al vacío, sin siquiera rozar el otro lado.
Y que tú, desde que te fuiste, te llevaste contigo mis alas.
El otro día fui a verte.
Y por un momento creí que eras tú y no el viento
el que mecía mi pelo castaño,
y que el mármol que te cubría dejaba de ser mármol,
para ser tu mano.
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