En la mesita de noche tenía una lámpara blanca de encaje que no era antigua, pero lo parecía. Seguía estando sobre ella también el reloj de muñeca que te dejaste por error, y la cajita (ahora vacía) donde se suponía deberían estar tus lentillas.
La cama estaba perfectamente hecha, pero juraría que en tu lado aún podía verse la forma de tu cuerpo acurrucada junto a mis piernas. Y, bueno, aún jugaba a imaginar que las sábanas eran nuestro fuerte secreto. Allí donde nadie más podía entrar, ni siquiera el invierno, ahora tampoco entrábamos nosotros.
La pared seguía estando igual de fría que siempre, la ventana seguía teniendo esas cortinas, casi transparentes, que dejaban pasar la luz del día casi mejor de lo que dejaban pasar el viento que las bailaba; y los cajones seguían completamente llenos de tu ropa, llenos de ti. Tus camisetas seguían dobladas, porque creía que así a lo mejor vendrías a ponértelas de nuevo, y tus vaqueros favoritos (no muy distintos del resto) estaban igual de rotos.
Todo seguía estando tal cual lo dejaste, y yo no moví ni un ápice, porque creí que así, quizá, se pararían los relojes y dejarías de marcharte a cada minuto que marcaba tu reloj de muñeca. Como si el tiempo pudiera detenerse mientras se mantenga todo intacto.
Seguidores
miércoles, 30 de abril de 2014
jueves, 24 de abril de 2014
Inexplorada.
Tenía esa manera de comportarse que no puede tenerse dos veces en la vida, la manía de quedarse quieta cada vez que me acercaba a ella porque no estaba acostumbrada a que la distancia fuese milimétrica, en lugar de tener tendencia a las autovías. Cada vez que la cogía de la cintura se ponía rígida, inamovible, como una estatua, y tenía que hacerla venir si quería que de verdad viniera, en lugar de mirar cómo me miraba ella.
Tenía ese tipo de piel que sólo se puede tener una vez en la vida: impoluta y completamente libre de otra piel pasada. Ese tipo de piel que deja que unas manos afortunadas moldeen (hoy) lo que será ella al día siguiente, y le roben lo que no puede tenerse una vez que se pierde: la inocencia de no saber lo que es querer a alguien.
Tenía ese tipo de piel que sólo se puede tener una vez en la vida: impoluta y completamente libre de otra piel pasada. Ese tipo de piel que deja que unas manos afortunadas moldeen (hoy) lo que será ella al día siguiente, y le roben lo que no puede tenerse una vez que se pierde: la inocencia de no saber lo que es querer a alguien.
martes, 22 de abril de 2014
Evolución rebobinada.
Hoy no he venido aquí a escribir cosas metáforicas, o a hablar de mis "musos" (qué mal suena, Dios) o de las cosas que se me ocurren mientras me ducho o me aburro estudiando. He venido aquí a quejarme. A quejarme porque hasta ahora me he limitado a vivir pensando que me había tocado nacer en una sociedad desarrollada, libre de violencia o de guerra. Y 16 años después me encuentro con que no es así, con que la sociedad es una putísima mierda a juego con la desastrosa humanidad que la compone.
Desastrosa humanidad que no respeta el planeta, ni mucho menos a sí misma. Desastrosa humanidad cegada por la certeza de que el mañana será una replica del utópico hoy que creen vivir, cuando en realidad estamos más jodidos de lo que creemos. Ya no sólo porque a saber en cuestión de cuántos años los polos terminarán de derretirse o las abejas de morir, sino porque nos tomamos a risa cualquier advertencia o nos desentendemos de conflictos que no ocurren en nuestro país. Porque como no nos ocurre a nosotros, entonces no importa.
Miremos ahora más cerca, miremos Madrid, por ejemplo, que es la ciudad donde me ha tocado vivir por suerte o por desgracia. Niñas que desaparecen, chicas de mi edad que deberían estar en su habitación viciándose a series o escuchando su grupo favorito. ¿Y por qué ellas? Porque aún existe en esta sociedad la concepción de la mujer como algo débil, como algo que puede usarse cual objeto o muñeca hinchable. Aún hay gente que se queja cuando una mujer viste muy "destapada" o "provocativa", como si eso fuese una especie de pecado o cartel de neón que diga "Viólame". Pero óigame, ¿a usted qué coño le importa el largo de mi vestido?
Y es que aún siguen habiendo hombres que no tienen respeto por las mujeres, y mujeres que no se tienen respeto a sí mismas. Y seguirá siendo así mientras sea yo la que tenga que llegar más pronto a casa que mi hermano porque él no corre el mismo riesgo que yo en plena noche por mi barrio.
Me he ido por los cerros de Úbeda, ya lo sé. Me he liado a hablar del Calentamiento Global y he acabado sacando mi lado más feminista. Pero el resumen viene a ser el mismo, que soy una chica de 16 años asqueada con una humanidad entera que, a día de hoy, continúa creyendo que hemos dejado de ser animales, cuando a medida que pasan las horas sigue demostrando lo contrario. Cuando un mundo sin guerras, ni violaciones, ni secuestros se sigue considerando utópico a pesar de que debería ser la realidad.
Esto, señoras y señores, es el siglo XXI.
Desastrosa humanidad que no respeta el planeta, ni mucho menos a sí misma. Desastrosa humanidad cegada por la certeza de que el mañana será una replica del utópico hoy que creen vivir, cuando en realidad estamos más jodidos de lo que creemos. Ya no sólo porque a saber en cuestión de cuántos años los polos terminarán de derretirse o las abejas de morir, sino porque nos tomamos a risa cualquier advertencia o nos desentendemos de conflictos que no ocurren en nuestro país. Porque como no nos ocurre a nosotros, entonces no importa.
Miremos ahora más cerca, miremos Madrid, por ejemplo, que es la ciudad donde me ha tocado vivir por suerte o por desgracia. Niñas que desaparecen, chicas de mi edad que deberían estar en su habitación viciándose a series o escuchando su grupo favorito. ¿Y por qué ellas? Porque aún existe en esta sociedad la concepción de la mujer como algo débil, como algo que puede usarse cual objeto o muñeca hinchable. Aún hay gente que se queja cuando una mujer viste muy "destapada" o "provocativa", como si eso fuese una especie de pecado o cartel de neón que diga "Viólame". Pero óigame, ¿a usted qué coño le importa el largo de mi vestido?
Y es que aún siguen habiendo hombres que no tienen respeto por las mujeres, y mujeres que no se tienen respeto a sí mismas. Y seguirá siendo así mientras sea yo la que tenga que llegar más pronto a casa que mi hermano porque él no corre el mismo riesgo que yo en plena noche por mi barrio.
Me he ido por los cerros de Úbeda, ya lo sé. Me he liado a hablar del Calentamiento Global y he acabado sacando mi lado más feminista. Pero el resumen viene a ser el mismo, que soy una chica de 16 años asqueada con una humanidad entera que, a día de hoy, continúa creyendo que hemos dejado de ser animales, cuando a medida que pasan las horas sigue demostrando lo contrario. Cuando un mundo sin guerras, ni violaciones, ni secuestros se sigue considerando utópico a pesar de que debería ser la realidad.
Esto, señoras y señores, es el siglo XXI.
sábado, 19 de abril de 2014
Continentes que contienen lo que yo no tengo.
Recuerdo aquella vez que fui a Francia y me di cuenta de que no me gustaba. Me agobiaba que estuviera tan llena, que fuese tan bonita que estuviese casi obligada a enamorarme de sus edificios. No me gustaba París, mucho menos Francia. Y quizá entonces debí saber que era algo extraño, que casi todo el mundo sueña con esa ciudad, pero yo no. Puede que eso fuese una metáfora de lo poco que me gustan las ciudades estipuladas para escapar, las ciudades grandes de las que cualquier persona (o al menos la mayoría) tiene un póster en su habitación que mira cada vez que busca algo que le quite las ganas de pegarse un tiro.
Pongamos Madrid, Barcelona. Pongamos Londres o Roma. Pongamos cualquier ciudad grande para así poder decir que lo que todas tienen en común es que ninguna de ellas me hace sentir libre, que veo barrotes en todos sus edificios, que veo sólo rostros donde debería haber personas. Pongamos Madrid, pongamos mi casa, pongamos mi calle, pongamos mi ventana. Todas ellas barrotes, todas ellas nada.
Y es que cada vez que veo un pájaro esconderse entre las nubes, me pregunto si ellos también se sentirán libres o si el mundo entero es una jaula porque es tan amplio que es imposible recorrerlo de un continente a otro, o huir de él.
¿Saben los pájaros volar o es como quien camina de una acera a otra sin destino aparente?
Yo recuerdo aquella vez que fui a Francia, y aquella vez que fui a Barcelona, y a Torrevieja y a Asturias, y a Extremadura, y ninguna de esas veces me sentí menos encerrada que cuando estaba contigo. Y ninguna de esas veces me sentí menos libre que cuando te tenia lejos y sólo me quedaba soñar con ser un pájaro y poder decir que al menos mi jaula era real, y que al menos mi jaula no llevaba tu nombre.
Porque nadie es plenamente libre, porque ni los pájaros tienen un lugar al que llamar hogar. Permanente, que no se esfume. Porque ni los pájaros pueden volar eternamente y ni los pájaros tienen a alguien que les arrope mejor de lo que tú me arropas a mí.
Porque la única manera que existe de escapar es estando contigo y la única manera que tengo de estar contigo es escapar.
Pongamos Madrid, Barcelona. Pongamos Londres o Roma. Pongamos cualquier ciudad grande para así poder decir que lo que todas tienen en común es que ninguna de ellas me hace sentir libre, que veo barrotes en todos sus edificios, que veo sólo rostros donde debería haber personas. Pongamos Madrid, pongamos mi casa, pongamos mi calle, pongamos mi ventana. Todas ellas barrotes, todas ellas nada.
Y es que cada vez que veo un pájaro esconderse entre las nubes, me pregunto si ellos también se sentirán libres o si el mundo entero es una jaula porque es tan amplio que es imposible recorrerlo de un continente a otro, o huir de él.
¿Saben los pájaros volar o es como quien camina de una acera a otra sin destino aparente?
Yo recuerdo aquella vez que fui a Francia, y aquella vez que fui a Barcelona, y a Torrevieja y a Asturias, y a Extremadura, y ninguna de esas veces me sentí menos encerrada que cuando estaba contigo. Y ninguna de esas veces me sentí menos libre que cuando te tenia lejos y sólo me quedaba soñar con ser un pájaro y poder decir que al menos mi jaula era real, y que al menos mi jaula no llevaba tu nombre.
Porque nadie es plenamente libre, porque ni los pájaros tienen un lugar al que llamar hogar. Permanente, que no se esfume. Porque ni los pájaros pueden volar eternamente y ni los pájaros tienen a alguien que les arrope mejor de lo que tú me arropas a mí.
Porque la única manera que existe de escapar es estando contigo y la única manera que tengo de estar contigo es escapar.
sábado, 12 de abril de 2014
Echar raíces.
Estaba volviendo a casa en autobús por la noche. Era sábado, y llegaba tarde por tercera vez en un mismo mes mientras sonaba Regina Spektor de fondo. Cogí el asiento de la parte de atrás que daba a la ventana porque me gustaba fingir que iba sola y que vivía dentro de una de las películas de aire francés que veía cada viernes.
Al otro lado del cristal todo eran luces y calles vacías, algunas llenas con dos personas cogidas de la mano o regresando a casa con la mirada demasiado gris.
Me di cuenta entonces de que conocía demasiado bien cada parada, cada acera, cada carretera, cada edificio; que había visto demasiadas veces todas esas esquinas, que tenía demasiado vista esa ciudad. Y recordé, por quinta vez en una misma hora, que no me gustaba Madrid. Que estaba cansada de saberme de memoria a qué hora estaba más transitada la Gran Vía y de arañarme las piernas cada vez que pasaba por Atocha para no salir corriendo y colarme en uno de sus trenes.
A veces me cruzaba chicas por la calle más mayores que yo (o de mi misma edad, no importa) y me preguntaba si estaban conformes con vivir aquí, conformes con la idea de quedarse en un mismo lugar para siempre. Porque yo no, yo no lo estaba.
Yo quería irme pero no sabía a dónde. Tenía miedo de echar raíces, de quedarme atascada en un mismo sitio y llevarme bien con la monotonía (o al menos soportarla).
Yo quería ver ciudades, independizarme en una comunidad nueva, empezar de cero aunque fuese demasiado arriesgado. No sé, tenía diecisiete años, no sabía nada de la vida. Creía que hacer las maletas era tan fácil como deshacerlas.
Era una adolescente que tenía demasiado planeado su futuro y que creía que ''hogar'' era un apartamento cerca de la playa.
Pero entonces te conocí a ti y Madrid a los veinte años me parecía más bonito, y quería perderme por sus calles y quedarme de pie viendo cómo se hacía de noche y se encendían las farolas.
Me gustaba cuando me cogías de la mano y me llevabas sin saber a dónde. Me gustaba cuando nos sentábamos en Sol a ver la gente pasar y a imaginarnos sus vidas, sus nombres, el lugar del que venían y al que querían ir.
De repente Madrid me pareció más bonito y no me importó retrasar unos años el tener que marcharme para no ahogarme, porque no veía la necesidad de hacerlo, porque me di cuenta de que mi hogar eras tú y que irse sólo era prioritario si dejabas de arroparme los pies si me daba por quedarme dormida sin querer.
Por eso aquella noche, cuando volvía a casa mediahora tarde, me di cuenta de que Madrid no me gustaba porque no te tenía a ti. Porque no tenía a nadie que me hiciese sentir menos sola cada vez que cogía un autobús y me sentaba en la parte de atrás, fingiendo que me gustaba mirar la ventana en lugar de mirar cómo tu rodilla se chocaba con la mía.
Al otro lado del cristal todo eran luces y calles vacías, algunas llenas con dos personas cogidas de la mano o regresando a casa con la mirada demasiado gris.
Me di cuenta entonces de que conocía demasiado bien cada parada, cada acera, cada carretera, cada edificio; que había visto demasiadas veces todas esas esquinas, que tenía demasiado vista esa ciudad. Y recordé, por quinta vez en una misma hora, que no me gustaba Madrid. Que estaba cansada de saberme de memoria a qué hora estaba más transitada la Gran Vía y de arañarme las piernas cada vez que pasaba por Atocha para no salir corriendo y colarme en uno de sus trenes.
A veces me cruzaba chicas por la calle más mayores que yo (o de mi misma edad, no importa) y me preguntaba si estaban conformes con vivir aquí, conformes con la idea de quedarse en un mismo lugar para siempre. Porque yo no, yo no lo estaba.
Yo quería irme pero no sabía a dónde. Tenía miedo de echar raíces, de quedarme atascada en un mismo sitio y llevarme bien con la monotonía (o al menos soportarla).
Yo quería ver ciudades, independizarme en una comunidad nueva, empezar de cero aunque fuese demasiado arriesgado. No sé, tenía diecisiete años, no sabía nada de la vida. Creía que hacer las maletas era tan fácil como deshacerlas.
Era una adolescente que tenía demasiado planeado su futuro y que creía que ''hogar'' era un apartamento cerca de la playa.
Pero entonces te conocí a ti y Madrid a los veinte años me parecía más bonito, y quería perderme por sus calles y quedarme de pie viendo cómo se hacía de noche y se encendían las farolas.
Me gustaba cuando me cogías de la mano y me llevabas sin saber a dónde. Me gustaba cuando nos sentábamos en Sol a ver la gente pasar y a imaginarnos sus vidas, sus nombres, el lugar del que venían y al que querían ir.
De repente Madrid me pareció más bonito y no me importó retrasar unos años el tener que marcharme para no ahogarme, porque no veía la necesidad de hacerlo, porque me di cuenta de que mi hogar eras tú y que irse sólo era prioritario si dejabas de arroparme los pies si me daba por quedarme dormida sin querer.
Por eso aquella noche, cuando volvía a casa mediahora tarde, me di cuenta de que Madrid no me gustaba porque no te tenía a ti. Porque no tenía a nadie que me hiciese sentir menos sola cada vez que cogía un autobús y me sentaba en la parte de atrás, fingiendo que me gustaba mirar la ventana en lugar de mirar cómo tu rodilla se chocaba con la mía.
miércoles, 2 de abril de 2014
Autoestima.
Muchas veces me he preguntado si alguien me ha mirado alguna vez de verdad. Como cuando una persona está distraída leyendo un libro o algo así y te apoyas sobre tu mejilla para observarla igual que se observa una obra de arte, y el hecho de que no se dé cuenta de que estás contemplándola como un imbécil te hipnotiza aún más.
Entonces, quizá, en ese preciso instante, crees que es adorable o cualquier otra cosa por el estilo aunque ella piense lo contrario o aunque no sea especialmente guapa, y te enternece tanto seguir mirándola que no puedes parar hasta que parece notar la presión de tus pupilas y las apartas intentando disimular que has estado desnudándola con ellas durante un minuto o dos.
A veces me pregunto justo eso, si alguien me ha mirado alguna vez de esa manera. Porque yo sí, yo sí me he quedado embobada mirando lo que para mí era, no perfecto, sino adorable. Adorable es la palabra. Adorable.
Yo sí he mirado como se mira a una obra de arte, y me he apoyado sobre mi mejilla para poder admirar mejor de qué manera sus ojos se perdían entre las páginas de un libro, y deseando, inútilmente, que en lugar de leer un best-seller me estuviese leyendo a mí, pero en braille.
Luego una mezcla de modestia y realidad me da una bofetada y me contesto yo sola a mí misma: que no. Que a mi nadie me ha mirado nunca de esa forma y que quizá sea porque hay personas que nacen para admirar y no para ser admiradas. Igual que hay personas que nacen para inspirar poemas y otras para ser los poetas que escriben paralelismos sobre ellas.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)