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viernes, 26 de julio de 2019

Hice crack como nacho vegas

Una vez abrí los ojos y pensé que había muerto. Es verdad, había muerto.
Me había adelantado el tiempo y no existía manera de atraparlo. Se instaló el miedo en mi estómago y la oscuridad en mis pupilas.
No era yo en el espejo, esa voz no era yo. No era yo esa tristeza.
Tenía todo aquí en mis manos y en lugar de reír gritaba llanto-temor a perderlo, era arena entre mis dedos. Como sonámbula bebí los días con los límites borrados.
Y a veces era domingo un sábado.
En las noches de verano me tumbaba en su regazo, en ese banco. Me calmaba una voz ingenua. Ya no la oigo.
"Seremos felices, seremos felices"
"Vas a estar bien, vas a estar bien"
Se proyectaban las promesas en una época que todavía no he visto (quizá no exista).
Yo lloraba porque mi tristeza ahogaba a quien me quería.
Veía el mundo desde un escaparate: esos ojos marrones suyos eran para mí pero no podía alcanzarlos.
Ocupada entre mi niebla no me quedaba otra que creer-confiar en que se quedarían aquí para verme cambiar.
Yo
di por sentado el amor ajeno
Yo
quería ir con alguien en un barco
de vela
y en verano
comer naranjas en la arena.

Una vez pensé que había muerto, y me clavaron trece puñales en el pecho. Duele todavía. Me arde el fuego dentro.

Hoy,
esos ojos ya no me miran
me abruma la herida y no sé
cómo querer
(no sé, no sé, no sé)

Ya no soy la misma, me siento adulta. Me reconforta ser adulta. Noto una armadura, tres murallas.
Esa tristeza no era yo,
era la ruptura de la infancia
quizá
no había hueco para ese sueño ingenuo
en la violencia de crecer.

A lo mejor-estoy mejor-y cambiar-era también-esto

Esa tristeza no era yo, estaba creciendo.

jueves, 4 de abril de 2019

Amor: detalles

Recuerdo claramente siempre las manos. Las manos siempre. No puedo olvidarlas. Son las mismas que acariciaban mi pelo, las mismas que cocinaron para mí, las mismas que me abrazaron, las mismas que agarraron las mías, las mismas que sujetaron mis mejillas en medio de un beso.
Las manos que arrastran a otras y hacen correr mientras dice "Vamos hasta allá" y yo le digo que frene porque no puedo ir tan deprisa. A veces las mías, otras, las suyas.
Las manos que juntaba frente a sus labios, como el que reza, cuando estaba preocupado y pensaba en todo. O me rogaba por una sonrisa.
Yo tiendo a recordar los detalles, bien de cerca. Es lo que me queda. Por eso tengo imágenes inconexas de risas, miradas, ojos pardos. Se suceden tras de sí como movidas por el viento y no sabría decir cuál venía primero, pero existieron todas ellas.
No hice nunca una caja donde guardar pedazos de los días compartidos. Si acaso me quedé con entradas de cine o billetes de tren y tranvías. Ya sabía que se me quedaría todo dibujado en la memoria para no marcharse. No me hace falta guardar nada, escondo los minutos allí donde no puedo perderlos.
Permanecen tantos detalles, que se hace imposible no buscar cada uno de ellos en todas las personas que se atreven a quererme. Y así es muy difícil atreverme a querer yo también.
Me pregunto todavía, cuando estoy triste, si acaso recuerda algún detalle de mí. Me dijeron que eso siempre ocurre. Que es inevitable olvidarse de alguien por completo.
Por eso no quiero fotografías ni vídeos. Quiero los detalles. Los míos en él quizá ya no existen, o dejarán de hacerlo algún día. Por eso ahora, por primera vez, temo al olvido.

(Será como si yo nunca hubiese dormido agarradita a su espalda)

Al final solo quedan detalles. Es así como me doy cuenta de lo mucho que le quise.

miércoles, 27 de marzo de 2019

Amor: propio

Estaba escribiendo una cosa que no llegaba a ningún sitio, porque sin darme cuenta empecé simplemente a desahogarme de forma explícita. Fluyó solo, salió solo, como una espina de madera que sale, sin ayuda, de la piel. Entendí sin darme cuenta qué es lo que sentía, qué es lo que siento. Me entendí a mí misma, sin querer.
Yo solo quería que me tratasen bien. "Que me tratasen bien". Una cosa tan simple. Esa cosa tan simple.
Decía así, lo que estaba escribiendo: "(...) y sin embargo siento que todo mi daño era para no herirla después a ella. Para probar conmigo los errores y ahora con alguien distinto tratarla mejor de lo que no supiste conmigo. Y al final yo también quería eso. Yo quería que me cuidases, que me tratases bien. Me muero de envidia, no por tu amor a otras, sino porque conmigo no te importó destrozarme. Y sin embargo con ella tienes el cuidado que a mí no me diste, que a mí me faltó. A mí no me cuidaste. Y siempre me parecerá injusto. No existe manera de arreglarlo."
Todo eso estaba en verso y no sonaba, en absoluto, a verso. Era algo que perfectamente podría haber dicho una de esas veces que lloro hablando con un amigo o amiga. Y es que es verdad. Así me siento.
Las personas hieren, las personas se equivocan. Las personas quieren y dejan de querer y luego vuelven a querer a otras. Y de esto último no hay culpa. Pero lo que siento dentro y quema es ver que, escarmentados por descubrir las consecuencias de sus actos, tratan a las demás como deberían haberme tratado a mí.
Yo también merecía honestidad.
Yo también merecía que me cuidasen.
Yo también merecía respeto.
Yo también merecía que tuvieran miedo de hacerme daño, no por temor a ser malas personas, sino por preocupación sincera.
Yo también merecía, en definitiva, ser tratada como tratan ahora a las que vienen tras de mí.
Y esa es exacta y precisamente mi herida: saber que he sido una lección previa.
Es mi emoción, es mi sentimiento, es lo que siento, es como me han hecho sentir. No voy a pedir perdón si duele leerlo. No tengo que hacerlo.
No soy menos que otras chicas, no soy peor, no soy inferior. No hay nada en mí que mereciese tal trato diferente a las nuevas compañeras de quienes fueron antes compañeros míos. Ellas también merecen, sin embargo, un trato digno.
Pero yo también soy humana.
Y tengo derecho a enfadarme, tengo derecho a sentirme así. Tengo derecho.
Lo repito. Me lo repito.
Así es como me siento:
Enfadada, porque sin darme cuenta me he empezado a valorar, y no merecía ni una pizca de todo el daño.
Yo merecía que me cuidasen.
Yo merecía que me tratasen bien.
Yo merecía respeto.
Porque es lo que yo hubiera hecho.
Porque es lo que debería haberse hecho.
Y ahora no hay disculpa que valga.
Ni siquiera cambiar para otras.

Porque yo
merecía muchísimo,
y ya no pueden devolvérmelo.

Yo no vine aquí a enseñarte a ser mejor hombre. No he venido a educarte, no he venido a mostrarte cómo no ser irresponsable. Yo he venido aquí a que me quieran, y si no saben: no vengan.

jueves, 14 de marzo de 2019

Crónica de un desencanto


Cuando era pequeña aquel parque no era un parque por completo. Por partes estaba lleno de pinos y árboles que parecían construir un bosque. Yo lo atravesaba, a veces, de pequeña camino al colegio. Con el tiempo se convirtió en aquella otra cosa, otro lugar que seguía siendo parcialmente mágico. Una parcela de campo en medio de la ciudad. En silencio, por las tardes, podían escucharse los pájaros y el aire. Al fondo atardece, y tú no te das cuenta sin quererlo de las sombras y las luces que se forman entre las hojas y las ramas. Diría que de siempre ha sido inconscientemente el único lugar donde he podido evadirme.
Allí vi de pequeña una niña que vendía pulseras y quise hacerlo yo también en mi escuela durante los recreos. Intentaba jugar en las barras con una elasticidad inexistente y perdí el vértigo a montar de pie en un sube y baja. Hice guerras de globos de agua con amigos que ya se han marchado y quizá no lo recuerden. Vi una chica llorando en un banco y otra chica leyendo sin nadie a su lado en el césped, que años después sería yo. He besado en sus bancos, me han besado en sus bancos. Me han grabado pisando las capas de hielo en invierno. He reído en sus caminos de tierra y piedra, y he soñado viendo Madrid a lo lejos que el amor me esperaba fuera de allí. Y los romeros siguen todavía creciendo tal y como le gustaban a mi abuelo.
Una noche de luna mordida por el viento, floreciendo los almendros prematuros en marzo, me encontré caminando los bordes de la hierba. Todo estaba cálido y entre el silencio solo había silencio. No me cabía en el pecho absolutamente nada más allá del desbordamiento. Me habrían podido arañar cien cuchillos y el dolor sería metafórico, en ese instante justo. Dentro de esta ruptura del amor y del tiempo, encuentro cierta comodidad al darme cuenta de que entre tanta tristeza no había miedo.
Luego al día siguiente volví al mismo sitio. Traté de leer, traté de escribir. El sol pasaba despacio entre las flores y las hojas. Pero me sentía tan sola que tuve que marcharme. Los mismos caminos, los mismos árboles, se me tornaron extraños. Los mismos bancos, las mismas ramas, las mismas sombras y luces. No era mío ese lugar porque me equivoqué al compartirlo. Ahora lo asocio a recuerdos que traspasan mi niñez y solo veo manos, risas, vídeos, fotografías, cenas, tardes de primavera en el césped, planes de vivir eternamente ahí. En mi intento de reapropiarme de los sitios, saqué en claro que aquel parque ya no me pertenecía, y en lugar de dotarlo de imágenes nuevas, me abrumó encontrarme de cara con la soledad de estar sola en rincones donde en otro tiempo me quisieron.
Al final me volví a mi casa. Doblemente triste, doblemente encerrada, incapaz de pisar la tierra de mi infancia. He querido en tantos sitios, que me estoy quedando sin espacio. En todos veo el nombre que a cada minuto se me clava, que me aprieta, que me dice: “Estás perdida en medio de los meses y ya nadie vive ahí”.
“Y ya nadie vive ahí”.
Pero es que no sé todavía cómo se sale, si yo nunca quise romper la inercia de creer que viviría en ellos para siempre.

viernes, 25 de enero de 2019

Toda la vida, dos años


La primera vez que te vi fue la primera vez que te quise. Estabas en la planta baja, esperando por mí, nervioso. Yo también lo estaba. Tú te congelabas y yo estallaba en energía. Allí: tú. Con una mochila y una camiseta que pasó a ser mi favorita. Grité tu nombre en medio de la gente. Corrí a ti. No sentía vergüenza. Era casi un sueño. Eras casi irreal. Etéreo.
Yo rocé tus manos, lo había imaginado. Subí el metro, me escondí contigo tras los fotomatones para besarte, igual que una cría, ajena a todo. Encontré en ti el sonido infantil de la risa. Sigo recordando la suavidad de tus mejillas y cómo llegábamos tarde porque alargamos cada momento a solas.
Así, de repente fui tan feliz que me comió el miedo. Nació profundo en mi pecho y se quedaría allí mucho tiempo. Aún lo noto.
El día que te fuiste me negué a dormir. Tú también. El tiempo era arena que se escapaba entre los dedos, como cristales rotos. Quería estar a tu lado para siempre, en un piso que no era nuestro, pero lo parecía, en el silencio de la noche oscura. Perdiste la sudadera camino a la estación. Había todavía hojas secas en mi pelo.
Y lloré. Me inundó un peso que no tenía nombre. Cada vez que te marchabas me arrancaban un pedacito de mí. Sentía el hueco. Sentí la tristeza y el desgarro de soltar tus manos. Cuando ya no estabas, y llovían lágrimas sobre mi cara ingenua, me di cuenta de que el amor existe. Era eso. El amor era eso.
Hoy que te has ido y no vas a volver, que me dueles por todas partes en todos los lugares, siguen enredadas hojas secas en mi pelo. No sé cómo sacarlas. No puedo.
Se quedará contigo cada parte de mí que te regalé, aquellos días que estuvimos juntos. 
Me doy cuenta de que el amor existe.
El amor es también esto,
aunque se nos haya agotado el tiempo.

viernes, 21 de diciembre de 2018

Carta a ti

Hace unos días yo te lloraba. No comprendía todavía, no llegaba a entender. No quería hacerlo, dolía demasiado el golpe. Imaginaba que, a pesar de todo, habías seguido hacia adelante sin problemas. Que reías y disfrutabas el tiempo, libre de mí. No me hacía falta confirmarlo, era certeza.
Comencé a sentirme carga: ¿Le he abrumado? ¿he puesto en él mi propio peso? ¿debí guardar mis miedos y manías dentro?
Y si hubiera construido una burbuja para ambos, donde no tuviera cabida mi ansiedad, ¿me habría querido entonces un poco más?
Así pensaba. Así me machacaba, creaba la imagen propia del inconveniente y la convicción de que eras feliz: te habías librado, al fin y al cabo, de algo que asusta.
Casi podía sentir en mi piel tu propia emoción hacia una nueva vida sin alguien a tu lado en continuo estado de pánico. Sin alguien cobarde, sin alguien que llora y no sabe parar. Sin alguien que necesita paseos nocturnos para calmarse. Sin alguien que dependiera de ti. Librarse de ello, era tu levedad, era tu risa. Mi ausencia te llenaba de alivio. Lo sabía en mi pecho: conmigo no eras feliz.
Ahora, que parece que me he calmado un poco de llorar, sigo pensándolo y al mismo tiempo, no.
Tiendo a recordar las cosas de manera diferente a como realmente fueron. Pongo altares a instantes que vemos solo desde nuestro prisma. El mío, mi prisma, estaba empañado de temores e ilusiones. No era capaz de ver con claridad que tú no me querías. Que ni siquiera yo sentía que lo hicieras. No supe darme cuenta porque mi propia lucha interna absorbía toda capacidad de percibir lo externo. Tú me juraste amor, y yo lo di por supuesto. Le di valor a las palabras y descuidé el sentido material: la demostración del afecto, que era nula.
Mentiría si dijera que no me siento culpable, que sigo fustigándome. No puedo evitar pensar que mi ansiedad hace que los demás huyan de mí. Creo que por eso, ahora, intento lidiar yo sola con mi pensamiento cíclico. Me asusta pensar que quererme es sacrificio. No puedo evitar sentirme así. No puedo.
Sé, sin embargo, que el amor es también cuidar del otro, aceptarlo tal y como es. Aceptar que tengo miedo, que lloro, que me obsesiono con mis temores. Aceptar que a veces no seré, y nadie podrá calmarme. Aceptarme a mí, que soy un torbellino emocional.

No es del todo así.

Soy más que eso.
Soy también la que se deja el alma por defender sus principios. La que no duda en plantar cara a lo que considera injusto. La que adora el mar y sueña con una casita blanca. La arisca que cede su cariño con paciencia, como las gatas.
Soy la que come pringándolo todo, la que siempre bebe agua, la que odia el viento mezclado con la lluvia y adora la primavera.
Soy más que mis miedos, pero mis miedos también son yo. Y se me tiene que querer así. Aceptándolo todo.
Es difícil quererme. Soy consciente: incluso a mí me cuesta a veces. Pero no merezco menos.
Hace unos días lloraba por ti. Hoy ya no, aunque algo me siga mordiendo por dentro. Yo sé que no recibiré nunca las disculpas que permitan sanar más rápido mi herida, para ti el mal trago ya ha terminado. El mío no, me sigo ahogando, por momentos, cada vez que recuerdo que nunca me has querido. Tú jamás sabrás lo que se siente cuando alguien te utiliza para llenar un hueco. No se lo deseo a nadie.
Es triste asimilar que los años a mi lado no han dejado mella en ti. Lo lograré, con el tiempo. También te olvidaré, dejaré de estar enquistada en una culpa que no es mía. No se puede querer eternamente una imagen que no te corresponde: dejaste de ser tú cuando no te importó hacerme daño, aunque quieras fingir que no sucedió septiembre.
Un mes antes, me marché entre lágrimas a Madrid. Te dejé escoger entre venirte o quedarte allí. Después te supliqué en un llanto arrepentido que vinieras conmigo. No sirvió de nada.
Debí saber que no me querías cuando no subiste de mi mano a ese tren. Me quedé sola en un vagón, llorando de pánico. De ti solo me quedó una hoja donde escribiste, a medias, que no te separarías de mi lado.
Pero ya lo estabas haciendo.
Y ahora me doy cuenta
de que la peor soledad fue la que sentí estando contigo.

martes, 27 de noviembre de 2018

Algunos flashes

Aquel mediodía me dejaste sola, al filo de la boca de todas las hienas, de todos los miedos. Con un desliz de tus dedos que ni siquiera tuvieron valor de rozar mis mejillas. Así, borraste las líneas que tracé con mis días. Yo ya no existo, te has evaporado y ahora vago descalza entre la tierra mojada por mis propias penas. Dejo huella en un camino que no sé muy bien a dónde lleva. En cualquier lugar desemboco, salvo a tus brazos, que esta noche se tornan lejanos porque ya no los quiero.
Se me llena la boca de espinas si oigo tu nombre. Una por cada palabra que no me dijiste al marchar. Yo merecía el abrazo. Yo me lo merecía. Hoy no siento el contacto de nadie. No siento el tacto, no siento nada. Hoy te desprecio y maldigo con cada lágrima el día en que pisaste por primera vez este mundo, que me devora por completo.
Miles de luces iluminan todavía la ciudad que una vez miramos, aunque tú no recuerdes ninguna. Yo a veces las veo, con los ojos cerrados. Y veo también esa noche en un parque lúgubre pero nuestro. Y te veo a ti riendo. Y me veo a mí, triste, quizá, pero contigo. Después escucho el sonido del cristal hecho pedazos: es tu imagen que se rompe. Eres tú el que estaba roto.
Aquí, de rodillas, te di todo lo que pudiera caber en mi pecho. Ahora temo haberme quedado sin nada. Ahora ando buscando el valle donde van a morir las caricias. ¿Dónde yacen? ¿Dónde me esperan? Dime en qué lugar se ha perdido la manera que tenía de mirarte, para plantar allí todas las flores que tú nunca me diste. Dime que jamás me quisiste, que esa flecha envenenada se me clava y me destruye.
El odio. Que crece entre mis manos. Que las llena de agua salada y de yagas.  El odio me consume y me desgarra, se enquista dentro sin salir. Mis manos. Mira mis manos que son tuyas. Mira las heridas que llevan tu nombre. Míralas. Ya no son mías. Este dolor será tuyo para siempre.
Aquella otra mañana te marchaste. Te vi llorar. Yo sentí bien dentro el escalofrío. El escalofrío que dice, que grita, que araña para susurrarte: "No habrá próximas veces”. Y tú lo sabías. Tú sabías que esa era la última. Lo tenías escrito en el mirar encogido, pero solo podía contemplarte ensimismada para ver en ti un manantial de aguas que calman y sanan y rezan que el temor no existe. Y tú lo sabías. Y en ese llanto me negabas el derecho a despedirme. Y en ese llanto me negabas. Y en ese llanto de cobarde murió mi amor por ti.
Porque el tuyo por mí nació muerto.
Porque la única que ha querido he sido yo.
Te regalo hasta el resto de mis días el peso de saber que aunque mis manos estén llenas de heridas, la sangre de las tuyas es también la mía.