Cuando era pequeña aquel parque no era un parque por
completo. Por partes estaba lleno de pinos y árboles que parecían construir un
bosque. Yo lo atravesaba, a veces, de pequeña camino al colegio. Con el tiempo
se convirtió en aquella otra cosa, otro lugar que seguía siendo parcialmente
mágico. Una parcela de campo en medio de la ciudad. En silencio, por las
tardes, podían escucharse los pájaros y el aire. Al fondo atardece, y tú no
te das cuenta sin quererlo de las sombras y las luces que se forman entre las
hojas y las ramas. Diría que de siempre ha sido inconscientemente el único
lugar donde he podido evadirme.
Allí vi de pequeña una niña que vendía pulseras y quise
hacerlo yo también en mi escuela durante los recreos. Intentaba jugar en las
barras con una elasticidad inexistente y perdí el vértigo a montar de pie en un
sube y baja. Hice guerras de globos de agua con amigos que ya se han marchado y
quizá no lo recuerden. Vi una chica llorando en un banco y otra chica leyendo sin nadie a su lado en el césped, que años después sería yo. He besado en sus bancos, me han
besado en sus bancos. Me han grabado pisando las capas de hielo en invierno. He
reído en sus caminos de tierra y piedra, y he soñado viendo Madrid a lo lejos
que el amor me esperaba fuera de allí. Y los romeros siguen todavía creciendo
tal y como le gustaban a mi abuelo.
Una noche de luna mordida por el viento, floreciendo los
almendros prematuros en marzo, me encontré caminando los bordes de la hierba. Todo
estaba cálido y entre el silencio solo había silencio. No me cabía en el pecho
absolutamente nada más allá del desbordamiento. Me habrían podido arañar cien
cuchillos y el dolor sería metafórico, en ese instante justo. Dentro de esta
ruptura del amor y del tiempo, encuentro cierta comodidad al darme cuenta de que entre tanta tristeza no había miedo.
Luego al día siguiente volví al mismo sitio. Traté de leer,
traté de escribir. El sol pasaba despacio entre las flores y las hojas. Pero me
sentía tan sola que tuve que marcharme. Los mismos caminos, los mismos árboles,
se me tornaron extraños. Los mismos bancos, las mismas ramas, las mismas
sombras y luces. No era mío ese lugar porque me equivoqué al compartirlo. Ahora
lo asocio a recuerdos que traspasan mi niñez y solo veo manos, risas,
vídeos, fotografías, cenas, tardes de primavera en el césped, planes de vivir eternamente ahí. En mi intento de reapropiarme de los sitios, saqué en claro
que aquel parque ya no me pertenecía, y en lugar de dotarlo de imágenes nuevas,
me abrumó encontrarme de cara con la soledad de estar sola en rincones donde en
otro tiempo me quisieron.
Al final me volví a mi casa. Doblemente triste, doblemente
encerrada, incapaz de pisar la tierra de mi infancia. He querido en
tantos sitios, que me estoy quedando sin espacio. En todos veo el nombre que a
cada minuto se me clava, que me aprieta, que me dice: “Estás perdida en medio
de los meses y ya nadie vive ahí”.
“Y ya nadie vive ahí”.
Pero es que no sé todavía cómo se sale, si yo nunca quise romper
la inercia de creer que viviría en ellos para siempre.
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