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jueves, 14 de marzo de 2019

Crónica de un desencanto


Cuando era pequeña aquel parque no era un parque por completo. Por partes estaba lleno de pinos y árboles que parecían construir un bosque. Yo lo atravesaba, a veces, de pequeña camino al colegio. Con el tiempo se convirtió en aquella otra cosa, otro lugar que seguía siendo parcialmente mágico. Una parcela de campo en medio de la ciudad. En silencio, por las tardes, podían escucharse los pájaros y el aire. Al fondo atardece, y tú no te das cuenta sin quererlo de las sombras y las luces que se forman entre las hojas y las ramas. Diría que de siempre ha sido inconscientemente el único lugar donde he podido evadirme.
Allí vi de pequeña una niña que vendía pulseras y quise hacerlo yo también en mi escuela durante los recreos. Intentaba jugar en las barras con una elasticidad inexistente y perdí el vértigo a montar de pie en un sube y baja. Hice guerras de globos de agua con amigos que ya se han marchado y quizá no lo recuerden. Vi una chica llorando en un banco y otra chica leyendo sin nadie a su lado en el césped, que años después sería yo. He besado en sus bancos, me han besado en sus bancos. Me han grabado pisando las capas de hielo en invierno. He reído en sus caminos de tierra y piedra, y he soñado viendo Madrid a lo lejos que el amor me esperaba fuera de allí. Y los romeros siguen todavía creciendo tal y como le gustaban a mi abuelo.
Una noche de luna mordida por el viento, floreciendo los almendros prematuros en marzo, me encontré caminando los bordes de la hierba. Todo estaba cálido y entre el silencio solo había silencio. No me cabía en el pecho absolutamente nada más allá del desbordamiento. Me habrían podido arañar cien cuchillos y el dolor sería metafórico, en ese instante justo. Dentro de esta ruptura del amor y del tiempo, encuentro cierta comodidad al darme cuenta de que entre tanta tristeza no había miedo.
Luego al día siguiente volví al mismo sitio. Traté de leer, traté de escribir. El sol pasaba despacio entre las flores y las hojas. Pero me sentía tan sola que tuve que marcharme. Los mismos caminos, los mismos árboles, se me tornaron extraños. Los mismos bancos, las mismas ramas, las mismas sombras y luces. No era mío ese lugar porque me equivoqué al compartirlo. Ahora lo asocio a recuerdos que traspasan mi niñez y solo veo manos, risas, vídeos, fotografías, cenas, tardes de primavera en el césped, planes de vivir eternamente ahí. En mi intento de reapropiarme de los sitios, saqué en claro que aquel parque ya no me pertenecía, y en lugar de dotarlo de imágenes nuevas, me abrumó encontrarme de cara con la soledad de estar sola en rincones donde en otro tiempo me quisieron.
Al final me volví a mi casa. Doblemente triste, doblemente encerrada, incapaz de pisar la tierra de mi infancia. He querido en tantos sitios, que me estoy quedando sin espacio. En todos veo el nombre que a cada minuto se me clava, que me aprieta, que me dice: “Estás perdida en medio de los meses y ya nadie vive ahí”.
“Y ya nadie vive ahí”.
Pero es que no sé todavía cómo se sale, si yo nunca quise romper la inercia de creer que viviría en ellos para siempre.

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