Recuerdo claramente siempre las manos. Las manos siempre. No puedo olvidarlas. Son las mismas que acariciaban mi pelo, las mismas que cocinaron para mí, las mismas que me abrazaron, las mismas que agarraron las mías, las mismas que sujetaron mis mejillas en medio de un beso.
Las manos que arrastran a otras y hacen correr mientras dice "Vamos hasta allá" y yo le digo que frene porque no puedo ir tan deprisa. A veces las mías, otras, las suyas.
Las manos que juntaba frente a sus labios, como el que reza, cuando estaba preocupado y pensaba en todo. O me rogaba por una sonrisa.
Yo tiendo a recordar los detalles, bien de cerca. Es lo que me queda. Por eso tengo imágenes inconexas de risas, miradas, ojos pardos. Se suceden tras de sí como movidas por el viento y no sabría decir cuál venía primero, pero existieron todas ellas.
No hice nunca una caja donde guardar pedazos de los días compartidos. Si acaso me quedé con entradas de cine o billetes de tren y tranvías. Ya sabía que se me quedaría todo dibujado en la memoria para no marcharse. No me hace falta guardar nada, escondo los minutos allí donde no puedo perderlos.
Permanecen tantos detalles, que se hace imposible no buscar cada uno de ellos en todas las personas que se atreven a quererme. Y así es muy difícil atreverme a querer yo también.
Me pregunto todavía, cuando estoy triste, si acaso recuerda algún detalle de mí. Me dijeron que eso siempre ocurre. Que es inevitable olvidarse de alguien por completo.
Por eso no quiero fotografías ni vídeos. Quiero los detalles. Los míos en él quizá ya no existen, o dejarán de hacerlo algún día. Por eso ahora, por primera vez, temo al olvido.
(Será como si yo nunca hubiese dormido agarradita a su espalda)
Al final solo quedan detalles. Es así como me doy cuenta de lo mucho que le quise.
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