La primera vez que te vi fue la primera vez que te quise.
Estabas en la planta baja, esperando por mí, nervioso. Yo también lo estaba. Tú
te congelabas y yo estallaba en energía. Allí: tú. Con una mochila y una
camiseta que pasó a ser mi favorita. Grité tu nombre en medio de la gente. Corrí a ti. No
sentía vergüenza. Era casi un
sueño. Eras casi irreal. Etéreo.
Yo rocé tus manos, lo había imaginado. Subí el metro, me
escondí contigo tras los fotomatones para besarte, igual que una cría, ajena a todo.
Encontré en ti el sonido infantil de la risa. Sigo recordando la suavidad de
tus mejillas y cómo llegábamos tarde porque alargamos cada momento a solas.
Así, de repente fui tan feliz que me comió el miedo. Nació profundo en mi pecho y se quedaría allí mucho tiempo. Aún lo noto.
El día que te fuiste me negué a dormir. Tú también. El
tiempo era arena que se escapaba entre los dedos, como cristales rotos. Quería
estar a tu lado para siempre, en un piso que no era nuestro, pero lo parecía, en
el silencio de la noche oscura. Perdiste la sudadera camino a la estación.
Había todavía hojas secas en mi pelo.
Y lloré. Me inundó un peso que no tenía nombre. Cada vez que
te marchabas me arrancaban un pedacito de mí. Sentía el hueco. Sentí la
tristeza y el desgarro de soltar tus manos. Cuando ya no estabas, y llovían lágrimas sobre mi cara ingenua, me di cuenta de que el amor existe. Era eso. El
amor era eso.
Hoy que te has ido y no vas a volver, que me dueles por
todas partes en todos los lugares, siguen enredadas hojas secas en mi pelo. No sé cómo sacarlas. No puedo.
Se quedará contigo cada parte de mí que te regalé, aquellos días que estuvimos juntos.
Me doy cuenta de que el amor existe.
El amor es también esto,
aunque se nos haya agotado el
tiempo.
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