Si hay algo de lo que me he dado cuenta en el poco tiempo que llevo viviendo, es que llega un momento en el que todo el mundo muere. Pero no muere de la manera en que un corazón deja de latir o unos huesos se consumen en una vieja caja de madera. Morimos cuando dejamos de creer que es posible que existan animales capaces de mantener una conversación o que dentro de nuestro armario hay algo más que ropa. Morimos cuando ocurre algo en nuestra vida que nos hace ser diferentes.
A veces conocemos a alguien que destiñe todo nuestro mundo o nuestro mundo se destiñe cuando la palabra ''adiós'' no va seguida de un ''buenos días'' a la mañana siguiente.
El caso es que hay un punto en el que dejas de creer que tu vida puede ser un musical para verla más bien como una tragicomedia, o como un drama.
La expresión de tu cara se vuelve más seria, tú te vuelves más serio. Aprendes a estar solo (prefieres estar solo) y no confías en nadie porque tienes miedo de que tu nueva burbuja en blanco y negro pase a ser únicamente negra.
Te enfadas con el mundo. Sobretodo te enfadas con el mundo, porque desearías poder volver atrás, verte hace tres años o dos, y zarandearte de los hombros mientras gritas ''Idiota, ¿no ves que es mentira?''; o para abrazarte a ti mismo y cuidarte todo lo que no supiste cuidarte por aquel entonces.
Te enfadas con el mundo porque te ha quitado algo que te hacía falta o porque no te da lo que el resto de personas tienen y tú tanto necesitas.
Te preguntas ''¿Por qué yo no?'' o ''¿Por qué yo?'' y no obtienes respuesta, sólo el silencio de cuatro paredes y la falta de aire de una ciudad que es la tuya, pero que no termina de hacerte feliz.
Pasan los días. Y ese es el problema: que pasan los días.
Y el único color que saben ver tus pupilas es el gris. Pero no es un gris de tormenta (eso sería hasta bonito), es un gris triste, apagado. Es la falta de color.
Así que un día te paras a pensar, echas la vista atrás y te das cuenta de que ya no crees en la magia o en los conejos que hablan y corren agobiados porque llegan tarde. Sencillamente ya no crees en nada, excepto en lo asquerosa que puede llegar a ser la gente.
Y entonces, comprendes, que eres un niño o una niña con la infancia arrebatada por otro niño o niña a la que también le arrebataron su infancia; o por la muerte misma a la que conociste antes de saber quién era.
De modo que sientes miedo, porque ahora estás prácticamente muerto. Ahora vives esperando a ser feliz en un futuro, mientras que desperdicias el aire que ahora mismo estás respirando. Te entra miedo porque no quieres crecer si eso significa volverte apático o cruel. No quieres ser un sueño frustrado, un alma en pena que se conforma con el ''esto es lo que me ha tocado vivir y no puedo cambiarlo'' y sigue el patrón establecido de generación en generación.
No quieres morir y volver a abrir los ojos siendo sólo el resultado de un conjunto de daños.
No quieres.
No quiero.
No quiero dejar que la niña que aún soy muera, aunque ya le vaya faltando el aire. No quiero que se vaya mi color, aunque ya estén empezando a estar menos saturados.
No quiero. Simplemente no quiero.
Así que no pienso dejar que eso ocurra, a pesar de que siga odiando al mundo o ya no mire a los animales como si fueran protagonistas de una fábula.
Seguiré siendo una niña.
Una niña aficionada al color gris y con costras en las rodillas, en un mundo lleno de personas vacías y sueños frustrados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario