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miércoles, 25 de diciembre de 2013

Donde migran las aves.

Odiaba llegar antes de tiempo, odiaba la interminable espera de diez minutos o de cinco que precedía a que el reloj diera la hora acordada. Odiaba, sobretodo, ser la primera en sentarse y tener que decirle al camarero que estaba esperando a alguien y que volviera más tarde.
Afuera llovía y las gotas de agua golpeaban los cristales, dándole al establecimiento un ambiente londinés que a ella le encantaba. El humo de los cigarrillos se mezclaba con el vapor de los cafés, camuflando (vagamente) los varios grados bajo cero a los que se enfrentaban los transeúntes de la calle.
Aun así, no se quitó el abrigo ni el pañuelo que cubría su pelo castaño, a pesar de que la calefacción empezaba a hacerse considerablemente empalagosa.
-Maldito idiota - dio una calada al cigarrillo -, siempre llegando tarde.
Echó una mirada fugaz al reloj de pared para comprobar que, en efecto, su acompañante no era muy puntual, para después soltar un suspiro casi demasiado sonoro.
La cafetería estaba a rebosar y gris por el humo del tabaco. Todas las mesas tenían a alguien tomando un café o un whisky en ellas, iluminados por la tenue luz de una vela. Sólo unos pocos estaban de pie, bien porque esperaban a poder entrar o bien porque el guardarropa tardaba demasiado.
En definitiva, podía palparse el sabor del sábado noche en cada risa desenfrenada que se entremezclaba con una conversación muda.
Ella comenzó a ponerse nerviosa. Llegó incluso a quitarse el abrigo, dejando al descubierto un vestido rojo que desnudaba completamente su cuello, vestido únicamente con un collar blanco de perlas.
Ya eran más de las once y nadie había aparecido por la puerta del local. Dudó por un momento entre marcharse o pedir una copa, pero decidió quedarse como estaba.
Apoyó su mano sobre su mejilla y soltó otro suspiro sonoro. Nunca la habían plantado antes, aunque la verdad es que siempre había temido que eso sucediese. Era propensa a temer problemas oníricos, inexistentes, que podrían suceder en cuanto bajase la guardia.
Solía imaginarse a sí misma siendo testigo de la infidelidad de una pareja que no tenía y reaccionando de la manera más violenta y teatral posible; o en la plaza de Sol esperando a una cita que jamás llegaba.
Podía decirse, entonces, que era la persona más dramática existente. Ella era un claro ejemplo de que la imaginación puede ser tanto un pincel como una pistola.
-¿Va a tomar algo, señorita? - preguntó un joven camarero.
-Estoy esperando a alguien - contestó, disimulando su apurado tono de voz con una sonrisa forzada.
Cómo odiaba ''estar esperando a alguien''.
Odiaba el hecho de saber que una persona era capaz de retrasarse cuarenta y cinco minutos. Simplemente lo odiaba.
Apagó el cigarrillo con fuerza y se quitó el pañuelo que cubría un moño elegantemente despeinado.
Justo cuando estaba a punto de resoplar por tercera y última vez, un chico con un maletín y completamente calado apareció por la puerta, casi corriendo y sin aire.
Se quitó el sombrero y miró angustiado a ambos lados de la cafetería, buscándola. Decidió no decirle dónde estaba y fingir que no le había visto.
-¡Perdón, perdón! - su tono de voz era casi una súplica - ¡Lo siento mucho!
-¡Já! - espetó ella - como si eso fuese a hacer que el reloj volviera a dar las once.
Él se quitó el sombrero y la chaqueta, que habían pasado de un marrón claro a otro mucho más oscuro a causa de la lluvia, y puso el maletín a sus pies.
El camarero joven de antes vio llegar al muchacho y acudió a la mesa, libreta en mano.
-¿Desean tomar algo?
-Un copa de Brandy, por favor - dijo ella.
-¿Y usted, caballero?
-Lo mismo - dijo él.
Cuando el camarero se hubo marchado bajo la disimulada mirada del muchacho, éste sustituyó su faceta insegura con un semblante más serio.
-¿Por qué no ha venido él? - empezó a rebuscar en su bolso.
-Problemas de negocios.
-Problemas de negocios - se encendió un cigarrillo - Problemas de negocios.
-Pero no te preocupes - cogió el maletín - traigo todo lo que te prometió tu padre.
Ella guardó silencio y dio una calada, haciendo que la atmósfera de la mesa se volviera gris por unos instantes.
-Dame los billetes y acabemos cuanto antes - exigió de repente.
El chico comenzó a rebuscar en su maletín cuando el camarero vino con las bebidas.
-Dos copas de Brandy - las puso sobre la mesa.
-Gracias - sonrió ella.
La chica, que empezaba a notar cómo los nervios le acariciaban la espalda y hacían temblar disimuladamente sus manos, a penas tocó su copa. Siempre hacía lo mismo, era una especie de rutina: pedía cualquier bebida alcohólica con un nombre sofisticado y se limitaba a mojarse los labios. Odiaba ese tipo de placeres, y al fin y al cabo nadie se percataba nunca de sus trucos.
-Aquí están - dijo al fin mientras deslizaba los billetes hacia ella - la llave de tu libertad.
-Gracias - guardó los billetes en el bolso y se puso en pie -. Supongo que esto es un adiós.
-Supones bien - rió - esta vez no voy a seguirte, colibrí.
Fue en aquel momento cuando la chica mostró su fragilidad al joven. Como si de un castillo de naipes se tratase, las lágrimas comenzaron a rodarle por las mejillas. Bueno, al menos una de todas las que estaba escondiendo en esos dos ojos marrones.
-¿Por qué me has tenido que llamar así justo ahora? - la voz le temblaba.
-¿Pensabas que podrías despedirte de mí con un simple <<adiós>>?
Él se levantó del asiento y le agarró con fuerza de los brazos.
-Escúchame - ella apartó la mirada - no tienes que irte si no quieres. No tienes que irte - la zarandeó con delicadeza.
-No voy a quedarme en una ciudad que me deprime cada vez que abro la ventana.
Ella volvió a mirarle, con los ojos llenos de lágrimas. El chico suspiró y volvió a sentarse en su sitio.
Se quedaron unos segundos así, en silencio: ella de pie y él sentado, encendiendo un cigarrillo.
-Adiós, Fer.
Le besó en la mejilla y apretó su hombro mientras se marchaba. Él puso su mano donde se supone estaba la fría mano de la chica, pero era tarde.
La puerta ya se había cerrado y el tren no podía esperar.
-Tú y tu afán de huir... - susurró él cuando ya nadie le escuchaba.

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