Creo que tengo la mala costumbre de estirar siempre demasiado las cuerdas. De tensarlas y llevarlas al borde del colapso. De esperar a ver si vienes a cortarlas antes de terminar por romperlas.
Pero, ya ves, por mucho que me empeñe en ir hasta el límite de la ausencia, ahí sigues, sin mover un dedo por hacer que vuelva.
Y es que ya no sé qué hacer contigo, si lo lógico sería que te resultase extraño dormir tú solo en una cama tan grande, en lugar de haberte hecho dueño del hueco donde yo dormía.
¿Cuántas veces tengo que irme para que me lo impidas?
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jueves, 26 de diciembre de 2013
miércoles, 25 de diciembre de 2013
Donde migran las aves.
Odiaba llegar antes de tiempo, odiaba la interminable espera de diez minutos o de cinco que precedía a que el reloj diera la hora acordada. Odiaba, sobretodo, ser la primera en sentarse y tener que decirle al camarero que estaba esperando a alguien y que volviera más tarde.
Afuera llovía y las gotas de agua golpeaban los cristales, dándole al establecimiento un ambiente londinés que a ella le encantaba. El humo de los cigarrillos se mezclaba con el vapor de los cafés, camuflando (vagamente) los varios grados bajo cero a los que se enfrentaban los transeúntes de la calle.
Aun así, no se quitó el abrigo ni el pañuelo que cubría su pelo castaño, a pesar de que la calefacción empezaba a hacerse considerablemente empalagosa.
-Maldito idiota - dio una calada al cigarrillo -, siempre llegando tarde.
Echó una mirada fugaz al reloj de pared para comprobar que, en efecto, su acompañante no era muy puntual, para después soltar un suspiro casi demasiado sonoro.
La cafetería estaba a rebosar y gris por el humo del tabaco. Todas las mesas tenían a alguien tomando un café o un whisky en ellas, iluminados por la tenue luz de una vela. Sólo unos pocos estaban de pie, bien porque esperaban a poder entrar o bien porque el guardarropa tardaba demasiado.
En definitiva, podía palparse el sabor del sábado noche en cada risa desenfrenada que se entremezclaba con una conversación muda.
Ella comenzó a ponerse nerviosa. Llegó incluso a quitarse el abrigo, dejando al descubierto un vestido rojo que desnudaba completamente su cuello, vestido únicamente con un collar blanco de perlas.
Ya eran más de las once y nadie había aparecido por la puerta del local. Dudó por un momento entre marcharse o pedir una copa, pero decidió quedarse como estaba.
Apoyó su mano sobre su mejilla y soltó otro suspiro sonoro. Nunca la habían plantado antes, aunque la verdad es que siempre había temido que eso sucediese. Era propensa a temer problemas oníricos, inexistentes, que podrían suceder en cuanto bajase la guardia.
Solía imaginarse a sí misma siendo testigo de la infidelidad de una pareja que no tenía y reaccionando de la manera más violenta y teatral posible; o en la plaza de Sol esperando a una cita que jamás llegaba.
Podía decirse, entonces, que era la persona más dramática existente. Ella era un claro ejemplo de que la imaginación puede ser tanto un pincel como una pistola.
-¿Va a tomar algo, señorita? - preguntó un joven camarero.
-Estoy esperando a alguien - contestó, disimulando su apurado tono de voz con una sonrisa forzada.
Cómo odiaba ''estar esperando a alguien''.
Odiaba el hecho de saber que una persona era capaz de retrasarse cuarenta y cinco minutos. Simplemente lo odiaba.
Apagó el cigarrillo con fuerza y se quitó el pañuelo que cubría un moño elegantemente despeinado.
Justo cuando estaba a punto de resoplar por tercera y última vez, un chico con un maletín y completamente calado apareció por la puerta, casi corriendo y sin aire.
Se quitó el sombrero y miró angustiado a ambos lados de la cafetería, buscándola. Decidió no decirle dónde estaba y fingir que no le había visto.
-¡Perdón, perdón! - su tono de voz era casi una súplica - ¡Lo siento mucho!
-¡Já! - espetó ella - como si eso fuese a hacer que el reloj volviera a dar las once.
Él se quitó el sombrero y la chaqueta, que habían pasado de un marrón claro a otro mucho más oscuro a causa de la lluvia, y puso el maletín a sus pies.
El camarero joven de antes vio llegar al muchacho y acudió a la mesa, libreta en mano.
-¿Desean tomar algo?
-Un copa de Brandy, por favor - dijo ella.
-¿Y usted, caballero?
-Lo mismo - dijo él.
Cuando el camarero se hubo marchado bajo la disimulada mirada del muchacho, éste sustituyó su faceta insegura con un semblante más serio.
-¿Por qué no ha venido él? - empezó a rebuscar en su bolso.
-Problemas de negocios.
-Problemas de negocios - se encendió un cigarrillo - Problemas de negocios.
-Pero no te preocupes - cogió el maletín - traigo todo lo que te prometió tu padre.
Ella guardó silencio y dio una calada, haciendo que la atmósfera de la mesa se volviera gris por unos instantes.
-Dame los billetes y acabemos cuanto antes - exigió de repente.
El chico comenzó a rebuscar en su maletín cuando el camarero vino con las bebidas.
-Dos copas de Brandy - las puso sobre la mesa.
-Gracias - sonrió ella.
La chica, que empezaba a notar cómo los nervios le acariciaban la espalda y hacían temblar disimuladamente sus manos, a penas tocó su copa. Siempre hacía lo mismo, era una especie de rutina: pedía cualquier bebida alcohólica con un nombre sofisticado y se limitaba a mojarse los labios. Odiaba ese tipo de placeres, y al fin y al cabo nadie se percataba nunca de sus trucos.
-Aquí están - dijo al fin mientras deslizaba los billetes hacia ella - la llave de tu libertad.
-Gracias - guardó los billetes en el bolso y se puso en pie -. Supongo que esto es un adiós.
-Supones bien - rió - esta vez no voy a seguirte, colibrí.
Fue en aquel momento cuando la chica mostró su fragilidad al joven. Como si de un castillo de naipes se tratase, las lágrimas comenzaron a rodarle por las mejillas. Bueno, al menos una de todas las que estaba escondiendo en esos dos ojos marrones.
-¿Por qué me has tenido que llamar así justo ahora? - la voz le temblaba.
-¿Pensabas que podrías despedirte de mí con un simple <<adiós>>?
Él se levantó del asiento y le agarró con fuerza de los brazos.
-Escúchame - ella apartó la mirada - no tienes que irte si no quieres. No tienes que irte - la zarandeó con delicadeza.
-No voy a quedarme en una ciudad que me deprime cada vez que abro la ventana.
Ella volvió a mirarle, con los ojos llenos de lágrimas. El chico suspiró y volvió a sentarse en su sitio.
Se quedaron unos segundos así, en silencio: ella de pie y él sentado, encendiendo un cigarrillo.
-Adiós, Fer.
Le besó en la mejilla y apretó su hombro mientras se marchaba. Él puso su mano donde se supone estaba la fría mano de la chica, pero era tarde.
La puerta ya se había cerrado y el tren no podía esperar.
-Tú y tu afán de huir... - susurró él cuando ya nadie le escuchaba.
Afuera llovía y las gotas de agua golpeaban los cristales, dándole al establecimiento un ambiente londinés que a ella le encantaba. El humo de los cigarrillos se mezclaba con el vapor de los cafés, camuflando (vagamente) los varios grados bajo cero a los que se enfrentaban los transeúntes de la calle.
Aun así, no se quitó el abrigo ni el pañuelo que cubría su pelo castaño, a pesar de que la calefacción empezaba a hacerse considerablemente empalagosa.
-Maldito idiota - dio una calada al cigarrillo -, siempre llegando tarde.
Echó una mirada fugaz al reloj de pared para comprobar que, en efecto, su acompañante no era muy puntual, para después soltar un suspiro casi demasiado sonoro.
La cafetería estaba a rebosar y gris por el humo del tabaco. Todas las mesas tenían a alguien tomando un café o un whisky en ellas, iluminados por la tenue luz de una vela. Sólo unos pocos estaban de pie, bien porque esperaban a poder entrar o bien porque el guardarropa tardaba demasiado.
En definitiva, podía palparse el sabor del sábado noche en cada risa desenfrenada que se entremezclaba con una conversación muda.
Ella comenzó a ponerse nerviosa. Llegó incluso a quitarse el abrigo, dejando al descubierto un vestido rojo que desnudaba completamente su cuello, vestido únicamente con un collar blanco de perlas.
Ya eran más de las once y nadie había aparecido por la puerta del local. Dudó por un momento entre marcharse o pedir una copa, pero decidió quedarse como estaba.
Apoyó su mano sobre su mejilla y soltó otro suspiro sonoro. Nunca la habían plantado antes, aunque la verdad es que siempre había temido que eso sucediese. Era propensa a temer problemas oníricos, inexistentes, que podrían suceder en cuanto bajase la guardia.
Solía imaginarse a sí misma siendo testigo de la infidelidad de una pareja que no tenía y reaccionando de la manera más violenta y teatral posible; o en la plaza de Sol esperando a una cita que jamás llegaba.
Podía decirse, entonces, que era la persona más dramática existente. Ella era un claro ejemplo de que la imaginación puede ser tanto un pincel como una pistola.
-¿Va a tomar algo, señorita? - preguntó un joven camarero.
-Estoy esperando a alguien - contestó, disimulando su apurado tono de voz con una sonrisa forzada.
Cómo odiaba ''estar esperando a alguien''.
Odiaba el hecho de saber que una persona era capaz de retrasarse cuarenta y cinco minutos. Simplemente lo odiaba.
Apagó el cigarrillo con fuerza y se quitó el pañuelo que cubría un moño elegantemente despeinado.
Justo cuando estaba a punto de resoplar por tercera y última vez, un chico con un maletín y completamente calado apareció por la puerta, casi corriendo y sin aire.
Se quitó el sombrero y miró angustiado a ambos lados de la cafetería, buscándola. Decidió no decirle dónde estaba y fingir que no le había visto.
-¡Perdón, perdón! - su tono de voz era casi una súplica - ¡Lo siento mucho!
-¡Já! - espetó ella - como si eso fuese a hacer que el reloj volviera a dar las once.
Él se quitó el sombrero y la chaqueta, que habían pasado de un marrón claro a otro mucho más oscuro a causa de la lluvia, y puso el maletín a sus pies.
El camarero joven de antes vio llegar al muchacho y acudió a la mesa, libreta en mano.
-¿Desean tomar algo?
-Un copa de Brandy, por favor - dijo ella.
-¿Y usted, caballero?
-Lo mismo - dijo él.
Cuando el camarero se hubo marchado bajo la disimulada mirada del muchacho, éste sustituyó su faceta insegura con un semblante más serio.
-¿Por qué no ha venido él? - empezó a rebuscar en su bolso.
-Problemas de negocios.
-Problemas de negocios - se encendió un cigarrillo - Problemas de negocios.
-Pero no te preocupes - cogió el maletín - traigo todo lo que te prometió tu padre.
Ella guardó silencio y dio una calada, haciendo que la atmósfera de la mesa se volviera gris por unos instantes.
-Dame los billetes y acabemos cuanto antes - exigió de repente.
El chico comenzó a rebuscar en su maletín cuando el camarero vino con las bebidas.
-Dos copas de Brandy - las puso sobre la mesa.
-Gracias - sonrió ella.
La chica, que empezaba a notar cómo los nervios le acariciaban la espalda y hacían temblar disimuladamente sus manos, a penas tocó su copa. Siempre hacía lo mismo, era una especie de rutina: pedía cualquier bebida alcohólica con un nombre sofisticado y se limitaba a mojarse los labios. Odiaba ese tipo de placeres, y al fin y al cabo nadie se percataba nunca de sus trucos.
-Aquí están - dijo al fin mientras deslizaba los billetes hacia ella - la llave de tu libertad.
-Gracias - guardó los billetes en el bolso y se puso en pie -. Supongo que esto es un adiós.
-Supones bien - rió - esta vez no voy a seguirte, colibrí.
Fue en aquel momento cuando la chica mostró su fragilidad al joven. Como si de un castillo de naipes se tratase, las lágrimas comenzaron a rodarle por las mejillas. Bueno, al menos una de todas las que estaba escondiendo en esos dos ojos marrones.
-¿Por qué me has tenido que llamar así justo ahora? - la voz le temblaba.
-¿Pensabas que podrías despedirte de mí con un simple <<adiós>>?
Él se levantó del asiento y le agarró con fuerza de los brazos.
-Escúchame - ella apartó la mirada - no tienes que irte si no quieres. No tienes que irte - la zarandeó con delicadeza.
-No voy a quedarme en una ciudad que me deprime cada vez que abro la ventana.
Ella volvió a mirarle, con los ojos llenos de lágrimas. El chico suspiró y volvió a sentarse en su sitio.
Se quedaron unos segundos así, en silencio: ella de pie y él sentado, encendiendo un cigarrillo.
-Adiós, Fer.
Le besó en la mejilla y apretó su hombro mientras se marchaba. Él puso su mano donde se supone estaba la fría mano de la chica, pero era tarde.
La puerta ya se había cerrado y el tren no podía esperar.
-Tú y tu afán de huir... - susurró él cuando ya nadie le escuchaba.
sábado, 14 de diciembre de 2013
A nadie.
Aún siguen habiendo restos de ti en esta estúpida ciudad. Aún puedo verte, si quiero, en alguien que no es tú pero que camina como si lo fuera, o en chicas que perfectamente podrían estar contigo ahora mismo. Aún puedo verte si quiero. Y no, no es porque te eche de menos, debe de ser porque el mundo se ha vuelto en mi contra y está obsesionado con hacerme perder la cabeza cada vez que alguien tiene tu risa.
Y la verdad es que al final va a conseguir volverme completamente loca por muy imposible que parezca, si ya ni un adiós basta para hacer que no vuelvas y fingir que jamás nos hemos conocido.
Y la verdad es que al final va a conseguir volverme completamente loca por muy imposible que parezca, si ya ni un adiós basta para hacer que no vuelvas y fingir que jamás nos hemos conocido.
lunes, 9 de diciembre de 2013
Una madrugada en Madrid.
A veces me pregunto si existirá alguien que se conozca cualquier mínimo detalle de mí sin conocerme. Ya sabes, como cuando ves a una persona que, sin razón aparente, te causa interés y preguntas a cualquiera que conozcas si saben cuál es su nombre. Pues a veces me pregunto eso, si hay alguien que haya indagado por ahí para saber cómo me llamo, o a qué clase voy. De verdad me lo pregunto, pero la respuesta es siempre la misma: claro que no.
Y no es por menospreciarme, ni mucho menos, es sólo que no me veo siendo el misterio particular de cualquier persona. No me veo a mí misma siendo el último pensamiento de cualquiera antes de dormir. Ni siquiera me veo a mí misma siendo el pensamiento de alguien. Es curioso, yo puedo pensar incluso en aquella chica que me cruzo todas las mañanas y que me recuerda a esa otra chica que tanto desprecio, o en aquel chico que va a mi instituto y tiene unos ojos bonitos. Puedo perfectamente pasarme una clase entera de audiovisuales imaginándome cuáles serán sus nombres, pero no, no soy capaz de imaginarme a mí siendo un interrogante en una mente ajena.
Es curioso, sí, totalmente curioso...
También me pregunto constantemente si alguien que sí que me conoce tiene memorizada alguna de mis manías (que son muchas, soy una maniática). Sería bonito eso, que supieran cuáles son mis manías. Eso es algo que de verdad me gustaría saber, porque más que causar interés en un desconocido, causarlo en alguien que te conoce es totalmente mágico. Y ese tipo de magia es la que me quita el sueño por las noches, el saber si de verdad existe una persona ahí fuera capaz de saber que soy yo la que le tapa los ojos cuando me da por aparecer a sus espaldas.
Y no es por menospreciarme, ni mucho menos, es sólo que no me veo siendo el misterio particular de cualquier persona. No me veo a mí misma siendo el último pensamiento de cualquiera antes de dormir. Ni siquiera me veo a mí misma siendo el pensamiento de alguien. Es curioso, yo puedo pensar incluso en aquella chica que me cruzo todas las mañanas y que me recuerda a esa otra chica que tanto desprecio, o en aquel chico que va a mi instituto y tiene unos ojos bonitos. Puedo perfectamente pasarme una clase entera de audiovisuales imaginándome cuáles serán sus nombres, pero no, no soy capaz de imaginarme a mí siendo un interrogante en una mente ajena.
Es curioso, sí, totalmente curioso...
También me pregunto constantemente si alguien que sí que me conoce tiene memorizada alguna de mis manías (que son muchas, soy una maniática). Sería bonito eso, que supieran cuáles son mis manías. Eso es algo que de verdad me gustaría saber, porque más que causar interés en un desconocido, causarlo en alguien que te conoce es totalmente mágico. Y ese tipo de magia es la que me quita el sueño por las noches, el saber si de verdad existe una persona ahí fuera capaz de saber que soy yo la que le tapa los ojos cuando me da por aparecer a sus espaldas.
viernes, 6 de diciembre de 2013
Una gardenia en un campo de amapolas.
Si hay algo de lo que me he dado cuenta en el poco tiempo que llevo viviendo, es que llega un momento en el que todo el mundo muere. Pero no muere de la manera en que un corazón deja de latir o unos huesos se consumen en una vieja caja de madera. Morimos cuando dejamos de creer que es posible que existan animales capaces de mantener una conversación o que dentro de nuestro armario hay algo más que ropa. Morimos cuando ocurre algo en nuestra vida que nos hace ser diferentes.
A veces conocemos a alguien que destiñe todo nuestro mundo o nuestro mundo se destiñe cuando la palabra ''adiós'' no va seguida de un ''buenos días'' a la mañana siguiente.
El caso es que hay un punto en el que dejas de creer que tu vida puede ser un musical para verla más bien como una tragicomedia, o como un drama.
La expresión de tu cara se vuelve más seria, tú te vuelves más serio. Aprendes a estar solo (prefieres estar solo) y no confías en nadie porque tienes miedo de que tu nueva burbuja en blanco y negro pase a ser únicamente negra.
Te enfadas con el mundo. Sobretodo te enfadas con el mundo, porque desearías poder volver atrás, verte hace tres años o dos, y zarandearte de los hombros mientras gritas ''Idiota, ¿no ves que es mentira?''; o para abrazarte a ti mismo y cuidarte todo lo que no supiste cuidarte por aquel entonces.
Te enfadas con el mundo porque te ha quitado algo que te hacía falta o porque no te da lo que el resto de personas tienen y tú tanto necesitas.
Te preguntas ''¿Por qué yo no?'' o ''¿Por qué yo?'' y no obtienes respuesta, sólo el silencio de cuatro paredes y la falta de aire de una ciudad que es la tuya, pero que no termina de hacerte feliz.
Pasan los días. Y ese es el problema: que pasan los días.
Y el único color que saben ver tus pupilas es el gris. Pero no es un gris de tormenta (eso sería hasta bonito), es un gris triste, apagado. Es la falta de color.
Así que un día te paras a pensar, echas la vista atrás y te das cuenta de que ya no crees en la magia o en los conejos que hablan y corren agobiados porque llegan tarde. Sencillamente ya no crees en nada, excepto en lo asquerosa que puede llegar a ser la gente.
Y entonces, comprendes, que eres un niño o una niña con la infancia arrebatada por otro niño o niña a la que también le arrebataron su infancia; o por la muerte misma a la que conociste antes de saber quién era.
De modo que sientes miedo, porque ahora estás prácticamente muerto. Ahora vives esperando a ser feliz en un futuro, mientras que desperdicias el aire que ahora mismo estás respirando. Te entra miedo porque no quieres crecer si eso significa volverte apático o cruel. No quieres ser un sueño frustrado, un alma en pena que se conforma con el ''esto es lo que me ha tocado vivir y no puedo cambiarlo'' y sigue el patrón establecido de generación en generación.
No quieres morir y volver a abrir los ojos siendo sólo el resultado de un conjunto de daños.
No quieres.
No quiero.
No quiero dejar que la niña que aún soy muera, aunque ya le vaya faltando el aire. No quiero que se vaya mi color, aunque ya estén empezando a estar menos saturados.
No quiero. Simplemente no quiero.
Así que no pienso dejar que eso ocurra, a pesar de que siga odiando al mundo o ya no mire a los animales como si fueran protagonistas de una fábula.
Seguiré siendo una niña.
Una niña aficionada al color gris y con costras en las rodillas, en un mundo lleno de personas vacías y sueños frustrados.
A veces conocemos a alguien que destiñe todo nuestro mundo o nuestro mundo se destiñe cuando la palabra ''adiós'' no va seguida de un ''buenos días'' a la mañana siguiente.
El caso es que hay un punto en el que dejas de creer que tu vida puede ser un musical para verla más bien como una tragicomedia, o como un drama.
La expresión de tu cara se vuelve más seria, tú te vuelves más serio. Aprendes a estar solo (prefieres estar solo) y no confías en nadie porque tienes miedo de que tu nueva burbuja en blanco y negro pase a ser únicamente negra.
Te enfadas con el mundo. Sobretodo te enfadas con el mundo, porque desearías poder volver atrás, verte hace tres años o dos, y zarandearte de los hombros mientras gritas ''Idiota, ¿no ves que es mentira?''; o para abrazarte a ti mismo y cuidarte todo lo que no supiste cuidarte por aquel entonces.
Te enfadas con el mundo porque te ha quitado algo que te hacía falta o porque no te da lo que el resto de personas tienen y tú tanto necesitas.
Te preguntas ''¿Por qué yo no?'' o ''¿Por qué yo?'' y no obtienes respuesta, sólo el silencio de cuatro paredes y la falta de aire de una ciudad que es la tuya, pero que no termina de hacerte feliz.
Pasan los días. Y ese es el problema: que pasan los días.
Y el único color que saben ver tus pupilas es el gris. Pero no es un gris de tormenta (eso sería hasta bonito), es un gris triste, apagado. Es la falta de color.
Así que un día te paras a pensar, echas la vista atrás y te das cuenta de que ya no crees en la magia o en los conejos que hablan y corren agobiados porque llegan tarde. Sencillamente ya no crees en nada, excepto en lo asquerosa que puede llegar a ser la gente.
Y entonces, comprendes, que eres un niño o una niña con la infancia arrebatada por otro niño o niña a la que también le arrebataron su infancia; o por la muerte misma a la que conociste antes de saber quién era.
De modo que sientes miedo, porque ahora estás prácticamente muerto. Ahora vives esperando a ser feliz en un futuro, mientras que desperdicias el aire que ahora mismo estás respirando. Te entra miedo porque no quieres crecer si eso significa volverte apático o cruel. No quieres ser un sueño frustrado, un alma en pena que se conforma con el ''esto es lo que me ha tocado vivir y no puedo cambiarlo'' y sigue el patrón establecido de generación en generación.
No quieres morir y volver a abrir los ojos siendo sólo el resultado de un conjunto de daños.
No quieres.
No quiero.
No quiero dejar que la niña que aún soy muera, aunque ya le vaya faltando el aire. No quiero que se vaya mi color, aunque ya estén empezando a estar menos saturados.
No quiero. Simplemente no quiero.
Así que no pienso dejar que eso ocurra, a pesar de que siga odiando al mundo o ya no mire a los animales como si fueran protagonistas de una fábula.
Seguiré siendo una niña.
Una niña aficionada al color gris y con costras en las rodillas, en un mundo lleno de personas vacías y sueños frustrados.
lunes, 2 de diciembre de 2013
Querido tú:
Me veo en la necesidad de decirte que esto es lo último que te escribo. Y que si no te dedico más de diez líneas es porque esta vez me has perdido para siempre y por segunda vez. Y es que ni tú nunca me has querido, ni yo te voy a volver a querer. Porque no, ya no te quiero, ni soy tan estúpida como para volverlo a hacer.
Así que no espero que algún día te des cuenta de a qué estás renunciando, si soy yo la que te está echando porque por primera vez encuentro prioridad en alguien que tú nunca volverás a ser.
Y soy yo. Y es él.
Adiós, y que te vaya bien.
Así que no espero que algún día te des cuenta de a qué estás renunciando, si soy yo la que te está echando porque por primera vez encuentro prioridad en alguien que tú nunca volverás a ser.
Y soy yo. Y es él.
Adiós, y que te vaya bien.
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