A ella le gustaba mirar a sus pies cuando caminaba. Por ahí suelen decir que eso es un síntoma de huida. En su caso simplemente era afán de observar el suelo. Le parecía demasiado aburrido mirar al frente, era más curioso fijarse en cómo las baldosas se alejaban, hipnóticas, con un ligero movimiento.
Siempre bajaba el último escalón de un salto, porque quería sentir de nuevo ese hormigueo infantil en el estómago. El mismo que se siente al tirarse por un tobogán cuando se tiene cinco años. Y corría, agónica, cada vez que tenía que coger el metro. Aunque nunca llegase tarde.
Su pelo, castaño. Sus ojos, marrones. Cada día se pintaba los labios de un color diferente, pero rara vez cambiaba su perfume.
Tenía la estúpida manía de dejarse siempre la pasta de dientes destapada, y su cuarto hecho un desastre. El orden no era una de sus prioridades. Tampoco lo era sentarse y permanecer quieta. Eterno movimiento.
Ella no era como tú. Tampoco era como yo. Ni se diferenciaba especialmente del resto. Pero era ella.
Era sus miedos e inseguridades, sus gustos de excéntrica. Sus desquicies y sus manías.
Y ni tú,
ni yo
podremos llegar jamás
a comprenderla.
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