Seguidores

domingo, 7 de octubre de 2018

Carta I

Yo siento que el tiempo se me va de las manos. No sé en qué punto me he perdido para dejarme caer en el vaso profundo de un pensamiento que aun mío no lo entiendo como propio.
Tú me dices que me quieres, y al mismo tiempo te despides. Coges la puerta y en el amago de irte acabo saliendo yo, porque no soporto el concepto del desamor. En agosto me querías, llorabas conmigo, secabas mis lágrimas y me escribías con un bolígrafo a penas sin tinta que no te separarías jamás de mi lado. En septiembre se borra lo escrito y como un cristal fino que cae al vacío ya te has marchado. El papel se deshace y entre líneas solo quedo yo queriendo en una sola dirección, que siempre eras tú.
Comencé contigo pensando que eras bondad y el trato afable que merecía después de ser tachada como un despojo. Tú me diste hogar, caricias y palabras de un amor eterno que al final ha durado menos que la nieve en abril.
Con todo, creí desde un principio que solo mirabas hacia mí. Que solo querías si era conmigo. Que yo era el rincón cálido que tanta falta nos hacía a ambos. Me creí única, me pensé huella que arde con fuerza en las marcas de tu espalda. Yo me creí todo. Yo creí ciega, fiel discípula de cada declaración y juramento que ahora, amargos, se me clavan en el pecho.
Tú dices que te duelen mis palabras afiladas que acusan de mentira el amor que me juraste en cada playa. Yo digo que me duele saber que la única verdad es que nunca me has querido.
Cogí un lápiz y tracé en el aire la línea del tiempo en que pensé que me quisiste. Y allí veo que tus ojos no eran míos. Que tus manos no eran mías. Que lo que tú sentías no era hacia mí.
Me siento objeto, excusa y otredad. Me siento ajena. Me siento usada. Soy el regazo que te acogió sin saber que buscabas refugio, que estabas huyendo y yo, ingenua, te besé con la venda bien puesta. Te dije: somos casa.
Y lo cierto es que no hay cimientos. Que no fui especial. Que no me has querido más allá de un colchón emocional.
Tú me miraste a los ojos, me abrazaste en tu pecho y dijiste que tenías miedo de perderme. Ahora que me estoy marchando, solo te sale quedarte mirando. Y ni siquiera eso, porque no tienes el valor de verlo. Porque mi ida es el reflejo de todo el daño que me has hecho.
Mientras, yo lloro en un grito desgarrado. Me destrozo a mí misma. Escarbo razones entre recuerdos que he quemado. Pataleo, lucho conmigo. Me enfado. Me lleno de orgullo. Me lleno de rabia. Me lleno de tristeza y al final caigo exhausta a una cama que es mía pero también fue tuya. Estás en tantos sitios, que no sé a dónde ir.
Me culpo. Me lloro. Me quiero. Me hago de menos. Bien entrada la noche, veo en la madera el trazado de tus dedos. Entonces recuerdo haberte pedido que no desgastases el te quiero. Y al final no había nada degastado: no había nada.
¿Por qué me buscaste? ¿Por qué viniste? ¿Por qué me prometiste? ¿Por qué me mientes hasta cuando me has perdido?
Cogí mi pecho y lo abrí en dos. Puse en la mesa toda mi esencia. Te dije "esto es tuyo". Si me hubieses dejado, te hubiera dado hasta el aire que respiro. Cada centímetro de mí, para ti, envuelto. Me tenías a los pies. Plantando flores allí donde pisabas. Me tenías aquí, en tu mano fina. Bebiendo cada viento que rozaba tu pelo.
Me tenías aquí, estando lejos.
Ahora ya no estaré nunca.
Pero eso a ti no te importa: tú querías esto.
Y que si te duele no es amor. Es la pena de saber que no has podido quererme ni la mitad de lo que yo te he querido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario