Existen personas que son estrellas fugaces. Queda cursi decirlo así, pero es como yo lo veo. Las conoces en un determinado punto de sus vidas en el que son maravillosas, más bien únicas. No puedes evitar pensar que te gustaría conservarlas para siempre, porque sabes que aparecen muy pocas veces.
Te das cuenta de que son capaces de observar cualquier mínimo detalle. Acarician tus manos como si fuesen de porcelana y te miran, cuando tú no te das cuenta, ensimismadas. Tienen el superpoder de leer a través de tus pupilas: nada puede ocultarse ahí. Para recitarte, al segundo, todo lo que de ti no sabías.
Apoyan su barbilla sobre tu pelo y te dejan resguardarte del frío en sus cosquillas. Te cogen en volandas para soltarte a cinco pasos de distancia, sólo para hacerte reír. Y agarran tu mano, despacio, cuando tú no te atreves a hacerlo.
Son personas así, etéreas, que te hacen sentir mariposas de nuevo. Tan intensas, como efímeras. Tan bonitas, como inalcanzables.
Estrellas fugaces que ves menos veces de las que deberías.
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miércoles, 23 de septiembre de 2015
jueves, 17 de septiembre de 2015
L'Après-midi
A ella le gustaba mirar a sus pies cuando caminaba. Por ahí suelen decir que eso es un síntoma de huida. En su caso simplemente era afán de observar el suelo. Le parecía demasiado aburrido mirar al frente, era más curioso fijarse en cómo las baldosas se alejaban, hipnóticas, con un ligero movimiento.
Siempre bajaba el último escalón de un salto, porque quería sentir de nuevo ese hormigueo infantil en el estómago. El mismo que se siente al tirarse por un tobogán cuando se tiene cinco años. Y corría, agónica, cada vez que tenía que coger el metro. Aunque nunca llegase tarde.
Su pelo, castaño. Sus ojos, marrones. Cada día se pintaba los labios de un color diferente, pero rara vez cambiaba su perfume.
Tenía la estúpida manía de dejarse siempre la pasta de dientes destapada, y su cuarto hecho un desastre. El orden no era una de sus prioridades. Tampoco lo era sentarse y permanecer quieta. Eterno movimiento.
Ella no era como tú. Tampoco era como yo. Ni se diferenciaba especialmente del resto. Pero era ella.
Era sus miedos e inseguridades, sus gustos de excéntrica. Sus desquicies y sus manías.
Y ni tú,
ni yo
podremos llegar jamás
a comprenderla.
Siempre bajaba el último escalón de un salto, porque quería sentir de nuevo ese hormigueo infantil en el estómago. El mismo que se siente al tirarse por un tobogán cuando se tiene cinco años. Y corría, agónica, cada vez que tenía que coger el metro. Aunque nunca llegase tarde.
Su pelo, castaño. Sus ojos, marrones. Cada día se pintaba los labios de un color diferente, pero rara vez cambiaba su perfume.
Tenía la estúpida manía de dejarse siempre la pasta de dientes destapada, y su cuarto hecho un desastre. El orden no era una de sus prioridades. Tampoco lo era sentarse y permanecer quieta. Eterno movimiento.
Ella no era como tú. Tampoco era como yo. Ni se diferenciaba especialmente del resto. Pero era ella.
Era sus miedos e inseguridades, sus gustos de excéntrica. Sus desquicies y sus manías.
Y ni tú,
ni yo
podremos llegar jamás
a comprenderla.
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