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martes, 10 de junio de 2014

La tumba de las mariposas.

Me dijeron una vez que había que saber respetarse a uno mismo. Y no se equivocaban, pero es más fácil decirlo que llevarlo a cabo. Yo nunca supe cómo hacerlo.
Sin embargo ella era distinta.
A ella no le costaba reírse tanto como a mí, le salía sólo. Yo, en cambio, tenía demasiado control sobre mi risa y no podía evitar reprimirla en una mueca.
Cada día ella caminaba las calles en total simetría con su cuerpo. Como las olas que bailan un océano. Acariciaba con sus piernas las aceras y ni siquiera le vacilaba la mirada, siempre al frente. Envidiaba que sus caderas tuvieran curvas sólo porque ella quería que así fuera.
Yo, en cambio, no me atrevía a caminar del todo. Miraba siempre al suelo, según decía la gente, como síntoma de mis ansias de escaparme lejos. Yo no acariciaba las aceras, yo hacía todo lo posible por no pisarlas.
Además, todas las noches, antes de ducharse se miraba en el espejo. Se quitaba la ropa y sonreía ladeadamente, de manera tímida y semidesnuda, admirando sus propias piernas, sus propias clavículas, su propio culo, su propia espalda. Su propio todo. Su propio cuerpo.
Su propia ella.
Se miraba en el espejo y era capaz de verse a sí misma, de ver su alma.
Yo no podía hacer eso. Sabía que era incapaz, porque una vez traté de hacerlo. Me quedé mirándome casi sin ropa y llegué a la conclusión de que no me gustaban mis piernas, porque no tenían forma. Eran demasiado delgadas. Tampoco me gustaba el resto, por la misma razón.
No me veía a mí misma, veía un cuerpo que no aceptaba como propio. Una base que quizá podría llegar a ser perfecta, pero que no lo era. Así que yo, en cambio, no sonreía al verme en ropa interior, ni siquiera lloraba. Más bien me sentía impotente.
Y es que ella, con su caminar acompasado, su inenjaulable risa, su alta autoestima, estaba totalmente fusionada con la estructura marmórea que la mantenía en pie.
Estaba enamorada de sus lunares, de sus costillas, de su voz demasiado aguda y de su pelo despeinado cada mañana.
Estaba enamorada de sí misma, y precisamente por eso no necesitaba a nadie. Era libre, independiente. Un pilar indestructible capaz de sobrevivir años a base de mirarse en un espejo.
Eso me hacía cuestionarme de qué manera una persona se respeta a sí misma.
Ella se quería, pero no era capaz de querer a nadie más. Se había vuelto demasiado independiente. Gritaba a los cuatro vientos que era libre, que no le pertenecía a ninguna otra persona, pero en el fondo estaba desesperada. En el fondo, se sentía una máquina incapaz de anidar mariposas.
Dejaba que su risa brotase por sí sola, porque en realidad era fingida.
Estaba vacía.
Apática.
Y lo peor de todo era que no existía persona capaz de perderse físicamente en sus curvas.
Era inaccesible precisamente porque estaba insensibilizada y eso la consumía por dentro.
Sin embargo, yo nunca supe cómo quererme. No sabía ser uno con mi cuerpo y eso se notaba. Siempre andaba sacándome defectos, criticándome a mí misma.
En el fondo, porque encerraba demasiados sentimientos dentro y temía no encontrar a nadie que los quisiese. Era una bomba de relojería, un cañón cargado de pólvora. Un cúmulo de dramatismo a punto de explotar si alguien no lo sofocaba antes.
Así que, cuando aquella vez me dijeron que había que saber respetarse a uno mismo, pensé que quizá eso significaba enamorarse de cada recoveco propio, y dejarse sentir hasta los topes por aquellos que sepan ver esos mismos escondites.
Más tarde acabé dándome cuenta de que es precisamente ese sentir descontrolado lo que nos lleva a quedarnos totalmente vacíos.
Porque una vez que te arrebatan todo aquello que te hace sentir vivo, sólo te quedas tú mismo y los recuerdos que conservas dentro.
Quizá por eso ella se quería tanto, porque era lo único que le quedaba de todas las cosas que había perdido.

3 comentarios:

  1. Es extraño porque esta vez me he sentido identificada con las dos, sin medias tintas: por completo y en absoluto. Quizá por eso al intentar escribir sobre esto he acabado en la raíz, una de mis peores etapas. No es lo mejor que he escrito pero es lo que, como siempre, has inspirado.

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    1. Me gusta cuando comentas porque es como que continúas lo que escribo de una manera u otra, y es guay. Me alegra hacerte sentir así, la verdad.

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  2. "Orejas con patas" fue quizá el insulto menos desagradable que llegó a decirle. Era todos los días: su delgadez, su altura, su andar, sus maneras, su lentitud, su despiste, su timidez. "¡Tienes horchata en las venas!" solía gritarle.Solo tenía trece años, joder. Pero la ventana había quedado con marcas, pero la cocina ya tenía que estar recogida. pero qué enana estás, pero qué todo. Bulímica. Y por tu culpa tengo que estar yo en un psiquiátrico, que cualquier loco sale y me mata. Y tener que llevarte al médico, porque tú seas enana, me van a contagiar cualquier cosa por tu culpa. Es que tu hija está tonta. Y luego los gritos, las discusiones. Por mi culpa. Porque yo era enana, porque no comía, porque yo era torpe. Deja a la niña en paz, si no la aguantas ignórala. Cada noche. Llantos a solas, por miedo a sus golpes. Físicos duelen más, marcan menos.
    Entonces no hubo espejos; ahora no hay otra cosa.Para comprobar que las orejas pueden quedar bien asomando tras la melena que ahora tengo, y no ese corte tan extremo que me hicieron, con el que más de una vez pensaron que era un chico. El saco de huesos se ha rellenado dejando unas bonitas curvas que no todos lo reconocen, perocreo que no están mal. Ser bajita ha pasado de defecto a cualidad. Mi andar presumido no me molesta, y me da igual si no gusta a los demás. Mi tranquilidad para hacer las cosas es muestra de lo tranquila que suelo ser, y si soy torpe ya aprenderé. De mi timidez ya solo quedan restos: no bailar en público, ponerme colorada. Y qué si la cocina no está perfecta, y mucho menos el cristal. Ella ya no está para criticar. Se acabaron las peleas y los golpes. Ahora solo queda el miedo. A las críticas ,al rechazo, a no ser lo suficientemente buena. Por eso ahora siempre me miro en los espejos. Porque me quiero. Para recordarme que sí, que estoy perfecta, aunque no lo crea. Pero ahí sigue, cada vez que no me miro a los ojos: el miedo. Conozco mis defectos y aún necesito alguien que me diga: tú vales más que ellos. Lo sé porque te conozco, completamente, y gracias a eso te quiero.
    El amor no siempre es ciego.

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