Seguidores

sábado, 24 de agosto de 2013

El silencio y el reloj de pared.

Párate. Por un segundo. Entonces mira a tu alrededor. Las cosas que tienes, la posición en la que estás sentado. Las personas que rondan por tu cabeza en este mismo instante.
Hace un año, jamás hubieras pensado cuánto habría cambiado tu vida en cuestión de meses. Nunca hubieras logrado imaginar el número de veces que has tenido que morir para darte cuenta de que estás vivo, pero de una forma diferente.
El tiempo pasa, vuela, se escapa entre tus dedos y no vuelve a ti cuando le llamas. Arrasa con su paso con todo lo que tienes, y no te da un respiro para darte cuenta de lo que has hecho, hasta que ya es demasiado tarde.
Tampoco te devuelve a aquellas personas que se ha llevado, ni siquiera te da la certeza de saber si algún día podrás volver a verlas, aunque sea sólo de soslayo en una calle poco transitada.
El tiempo es cruel. Nos arrebata todo sin pedir permiso, y no se detiene por mucho que grites, o llores, o desees como nunca has deseado que te lleve consigo de vuelta a unos días perdidos. Días en los que aún vive alguien que hoy tiene silenciado los latidos, o en los que aún conservas unos brazos dándote cobijo, esos mismos que te soltaron hace ya mucho.
Sí, definitivamente las agujas del reloj son propensas a cometer exceso de velocidad. Rozan cada hora y no se detienen, te arrastran con ellas y te arrancan de cuajo instantes que creías eternos.
Así que es precisamente al pararte en una habitación vacía, con el único sonido del compás de las manecillas, cuando te das cuenta de que no hay marcha atrás; de que las personas que se van... se van, de que los errores que cometes están escritos a bolígrafo y de que jamás vas a poder regresar al pasado, ni traer de vuelta a alguien que aún sigue allí.
Entonces, ante la imposible posibilidad de recuperar un momento concreto, buscas una manera de engañarte a ti mismo y pensar que quizás la solución está en el futuro. Que si dentro de unos años corres a buscarles, podrás hacer como que el pasado no existe y conocer a esas personas desde cero otra vez.
Y te encierras en tu propio mundo, ajeno a la realidad y al tiempo. Y las mentiras siguen creciendo mientras revives a los muertos o a los que se han ido.
Pero no es real. Lo sabes, aunque no te importa. Porque duele más la realidad que una mentira.
Así que si, el tiempo es cruel. Pero puede que algún día encuentre la manera de volver a aquellos días en los que apreciaba más el presente que un martes pasado, o un domingo inexistente.


viernes, 23 de agosto de 2013

La trágica historia de un Presente y un Condicional Simple.

Podría decirte que ya nada es lo mismo desde que te has ido, que quisiera despertar por la mañana y ver que a mi lado hay algo más que un hueco vacío y una almohada con restos de tu perfume; que quisiera perderme en tu espalda y encontrarme entre tus sábanas.
Podría decirte que tú eres el bache de mis curvas, esas que siempre fueron planas; y que si cada pájaro tiene su jaula, la mía lleva tu nombre.
Podría decirte mil palabras y aún quedarían muchas otras atrapadas en la cárcel de mis labios, de la que sólo tú tienes llave. Que el tocadiscos ya no gira, y si lo hace pierde el ritmo.
Podría decirte tantas cosas, y sin embargo me las callo.
Y es que mi silencio ya no tiene fuerzas para gritar, ni tú tiempo ni ganas de escucharme.
Qué bonito era todo cuando los ''podría'' sobraban de mis frases.

martes, 13 de agosto de 2013

¿Quién dice que los errores no son bonitos?

Aquel día... ¿te acuerdas? fue hace mucho, lo sé. Hacía frío, aún me acuerdo de eso. Era noviembre (¡normal que la escarcha empañara los cristales!), pero estar junto a ti me hacía olvidar que estábamos a unos cuantos grados bajo cero.
Sábado. Era sábado. No recuerdo qué día, pero ¿qué importan las fechas si sólo son números? lo importante es lo que ocurrió, el hecho que desencadenó todo este desastre.
Tú te habías enfadado, arrugaste la nariz y frunciste el ceño, dijiste cosas que nunca logré saber si te arrepentiste de haber pronunciado por esa boquita tan bonita que la genética te dio.
Yo tampoco me quedé corta, todo hay que decirlo. Pero justo en aquel momento, cuando tus mejillas enrojecían por la rabia y mis ojos comenzaron a humedecerse, pude haber tomado dos caminos diferentes.
Pude haberme dado media vuelta, desconocerte, y no hablarte nunca más. Estaba a tiempo, no me dolería tanto, no por aquel entonces. Podría, simplemente, haber puesto fin a algo que aún no había comenzado.
Mis huellas se quedarían marcadas en la nieve (pero no en la de tu piel), dejándote cada vez más atrás, hasta estar tan lejos que, al no poder verte, acabaría olvidándome de ti como se olvida un rostro cualquiera de una persona aleatoria que se cruza contigo por la calle.
Habrían pasado los meses y tú no serías más que aquel chico que conocí por casualidad en el momento más inoportuno y de la manera más complicada posible. Aquel chico.
Pero no lo hice, me quedé contigo, ¿no? Tomé la iniciativa de agarrar tu mano y no soltarla nunca.
Mala decisión, porque al final resultarías ser tú el que eligiese la opción de darse la vuelta y borrar todo rastro de mi piel sobre la tuya.
Y a pesar de todo te digo, aunque suene muy a masoquismo, que volvería a equivocarme una y otra vez con tal de estar a tu lado.
De todas formas... no niego que a veces he imaginado mi vida si hubiese elegido el camino que no conducía a ti. Pero no merecía la pena, era demasiado aburrido, demasiado vacío.
Así que te diré una cosa, una última cosa: y es que la decisión correcta fue equivocarme contigo.