Después de que ella se marchase no volvimos más a aquel lugar. Decidí que si se había ido para no volver nunca, yo tampoco quería regresar jamás. Aunque sí, es cierto, una vez lo intenté. Pero dolía: ya no era lo mismo.
A aquella mujer le gustaba recoger conchas en la orilla durante sus largos paseos. A veces (a menudo) la acompañaba, mojándome los pies en el agua. Me gustaba escuchar sus historias como si fuesen cuentos y sin saber, en ese momento, que eran reliquias y que las echaría de menos. Se había criado toda su vida cerca del mar y era incapaz de vivir en tierra firme. Podía, pero era un pez que poco a poco se quedaba sin aire y necesitaba reponerse. Creo que, por eso, yo tampoco sé vivir en lugares secos.
Todas las tardes me dejaba huir a su habitación, siempre esquinada. La veía maquillarse en el espejo, usar su perfume, peinarse los rizos y quejarse de que allí nunca le quedaban como quería. Pero era feliz. Qué sencillo era entonces, aunque la felicidad consistiese en verla dormir o toquetear su barriga.
Desde su balcón se veía el horizonte. Sin fin, inmenso. Hipnóticamente lejos. Me hacía sentir su infinitud, me engañaba creyendo que las cosas podían ser eternas: que si ella me prometía quedarse, podía hacerlo. El futuro en sus palabras parecía moldeable. Yo creía que era mágica. Quizá me equivocaba y las personas no son perfectas ni tampoco imperecederas. Pero qué bonito hubiera sido que los días de verano infantiles siguieran siendo eternos.
No, no volví más. No quería. Y sin embargo buscaba esa sensación en lugares nuevos, totalmente distintos pero con la misma horizontalidad. Lo he intentado: no puedo. Me sigue persiguiendo un hormigueo infantil imparable que me dice, me susurra cada día, que la positividad reside en la inmensidad de aquel mar. Es casa.
Quiero volver, por si te encuentro. Pienso, sin querer, que puedo ser pequeña de nuevo. Y quizá, entonces, poder encontrar el océano en tu pecho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario