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viernes, 29 de julio de 2016

De por qué anhelo la costa en invierno a la causa del gris madrileño I

Después de que ella se marchase no volvimos más a aquel lugar. Decidí que si se había ido para no volver nunca, yo tampoco quería regresar jamás. Aunque sí, es cierto, una vez lo intenté. Pero dolía: ya no era lo mismo.
A aquella mujer le gustaba recoger conchas en la orilla durante sus largos paseos. A veces (a menudo) la acompañaba, mojándome los pies en el agua. Me gustaba escuchar sus historias como si fuesen cuentos y sin saber, en ese momento, que eran reliquias y que las echaría de menos. Se había criado toda su vida cerca del mar y era incapaz de vivir en tierra firme. Podía, pero era un pez que poco a poco se quedaba sin aire y necesitaba reponerse. Creo que, por eso, yo tampoco sé vivir en lugares secos.
Todas las tardes me dejaba huir a su habitación, siempre esquinada. La veía maquillarse en el espejo, usar su perfume, peinarse los rizos y quejarse de que allí nunca le quedaban como quería. Pero era feliz. Qué sencillo era entonces, aunque la felicidad consistiese en verla dormir o toquetear su barriga.
Desde su balcón se veía el horizonte. Sin fin, inmenso. Hipnóticamente lejos. Me hacía sentir su infinitud, me engañaba creyendo que las cosas podían ser eternas: que si ella me prometía quedarse, podía hacerlo. El futuro en sus palabras parecía moldeable. Yo creía que era mágica. Quizá me equivocaba y las personas no son perfectas ni tampoco imperecederas. Pero qué bonito hubiera sido que los días de verano infantiles siguieran siendo eternos.
No, no volví más. No quería. Y sin embargo buscaba esa sensación en lugares nuevos, totalmente distintos pero con la misma horizontalidad. Lo he intentado: no puedo. Me sigue persiguiendo un hormigueo infantil imparable que me dice, me susurra cada día, que la positividad reside en la inmensidad de aquel mar. Es casa.
Quiero volver, por si te encuentro. Pienso, sin querer, que puedo ser pequeña de nuevo. Y quizá, entonces, poder encontrar el océano en tu pecho.

martes, 26 de julio de 2016

¿Qué es el amor? Parte I.

Hace poco me di cuenta de que ya no disfruto igual de las canciones. Tampoco de las películas, según cuáles. Me he acabado acostumbrando a correr siempre velos muy tupidos, a sentirme externa y no ser capaz de dejarme llevar inmersa. Es que, ahora, he llegado a un punto sin retorno. Si destruyes las piezas, volver a montarlas no es fácil, como tampoco lo es lograr ver el mundo de la misma manera. No es posible, ya no se puede dar marcha atrás.
Y es esa conciencia de lo erróneo lo que construye la distancia, exhaustiva, que ya no me ciega, ni me deja ver lo socialmente bonito de estar a oscuras.
No es bonito, en realidad, que todo esté tan lleno de conceptos  y valores que no puedo compartir. Es bastante complicado, de hecho, intentar ignorar la parte tóxica de las cosas. Es arte, pero me consume. Me cansa. Me cansa ver cómo hasta lo que por definición debería ir contra el sistema, reproduce cada ápice perjudicial para mí, para ella, para el resto.
Puedo fingir, pero es agridulce y no sé cómo borrar esa sensación cuando no todo el mundo es capaz de comprenderla, sobre todo si partimos de bases distintas. Yo quiero un arte que me incluya y donde correr velos no sea necesario. Quiero, precisamente, no tener que fingir más. Ni disimular mi enfado porque no sea comprensible.
Si no existe, supongo, tendré que ayudar a construirlo.
La verdad es que sí, es bastante complicado ver que estás fuera de lugar y tener que hacerte tú un hueco. Especialmente cuando ya no es mera inclusión, sino necesidad de transmitir que ciertas cosas no son tolerables. A lo mejor a mí me habría evitado circunstancias traumáticas que en su día creí normales. Entiendo que en ello no influye solo lo artístico, sino el conjunto de lo social. Pero cuánto me habría ayudado saber que dejarme pisotear y machacar no estaba bien. Ver, por ejemplo, una crítica en la pantalla de la forma de querer impuesta y lejana de lo indoloro.
Así que, puestos a cambiar las cosas, quiero empezar denunciando, criticando, eso que a mí tanto daño me hace. Puede que también a ti, si no en este momento, en cualquier otro eventual.
Cuando era pequeña tenía la idea en la cabeza de que acabar sola en la vida era un fracaso. Dicho así, y leyéndolo, es posible que suene ridículo. No lo es en absoluto. No tenemos la culpa de asumir nuestra existencia como incompleta, necesitada de una mitad perdida y susceptible de encuentro, en especial cuando continuamente se nos bombardea con un futuro ya hecho, deseable y dibujado meta.
La gente asume que, cuando crezcas, te casarás, tendrás hijos e hijas, un trabajo estable y después a morirse. A mí eso me parecía lo normal: casarse y tener una familia. Lo de morirse ya no, eso prefería evitar pensarlo (incluso ahora me da un pavor impresionante).
Así que me encontraba, pequeña, en un mundo donde todo parecía ya construido y planificado para mí. Quién era yo para contradecir lo ya escrito. Seguí la corriente y, dejándome llevar por la comodidad de no ser consciente, continué pensando que estar sola era un fracaso: se convirtió en temor sin darme cuenta. Y es entonces cuando comienza el daño. Cuando entras en la boca del primer lobo que pasa. Y toleras lo intolerable porque te crees querida, pero en realidad es todo ceguera tuya.
Me había enamorado de la idea de querer, pero no era amor, en absoluto. Era miedo. Terrible compañero que nunca me abandona.
Por no querer estar sola, por no querer estar solo (y ser una persona despreciable, todo sea dicho) acabé mentalmente destruida resultado de una manipulación constante. Dije ''hasta aquí''. Adiós, muy buenas. Y tiré a la basura mi concepto del amor. Lo hice añicos, para después adoptar otro más correcto: el mío propio. El querer ajeno, pero sin cadenas.
Quiero querer de manera libre y sin temer al abandono, a los segundos planos. No me da miedo la soledad. Me da miedo el resto. Pero ahora, al menos, sé que no me faltan piezas. Ni a ti tampoco.
Que me quieran es algo que no corre prisa alguna ni exige forma concreta. Lo tengo bastante claro y sin embargo aún me queda mucho camino por desrecorrer.