Aquel mediodía me dejaste sola, al filo de la boca de todas las hienas, de todos los miedos. Con un desliz de tus dedos que ni siquiera tuvieron valor de rozar mis mejillas. Así, borraste las líneas que tracé con mis días. Yo ya no existo, te has evaporado y ahora vago descalza entre la tierra mojada por mis propias penas. Dejo huella en un camino que no sé muy bien a dónde lleva. En cualquier lugar desemboco, salvo a tus brazos, que esta noche se tornan lejanos porque ya no los quiero.
Se me llena la boca de espinas si oigo tu nombre. Una por cada palabra que no me dijiste al marchar. Yo merecía el abrazo. Yo me lo merecía. Hoy no siento el contacto de nadie. No siento el tacto, no siento nada. Hoy te desprecio y maldigo con cada lágrima el día en que pisaste por primera vez este mundo, que me devora por completo.
Miles de luces iluminan todavía la ciudad que una vez miramos, aunque tú no recuerdes ninguna. Yo a veces las veo, con los ojos cerrados. Y veo también esa noche en un parque lúgubre pero nuestro. Y te veo a ti riendo. Y me veo a mí, triste, quizá, pero contigo. Después escucho el sonido del cristal hecho pedazos: es tu imagen que se rompe. Eres tú el que estaba roto.
Aquí, de rodillas, te di todo lo que pudiera caber en mi pecho. Ahora temo haberme quedado sin nada. Ahora ando buscando el valle donde van a morir las caricias. ¿Dónde yacen? ¿Dónde me esperan? Dime en qué lugar se ha perdido la manera que tenía de mirarte, para plantar allí todas las flores que tú nunca me diste. Dime que jamás me quisiste, que esa flecha envenenada se me clava y me destruye.
El odio. Que crece entre mis manos. Que las llena de agua salada y de yagas. El odio me consume y me desgarra, se enquista dentro sin salir. Mis manos. Mira mis manos que son tuyas. Mira las heridas que llevan tu nombre. Míralas. Ya no son mías. Este dolor será tuyo para siempre.
Aquella otra mañana te marchaste. Te vi llorar. Yo sentí bien dentro el escalofrío. El escalofrío que dice, que grita, que araña para susurrarte: "No habrá próximas veces”. Y tú lo sabías. Tú sabías que esa era la última. Lo tenías escrito en el mirar encogido, pero solo podía contemplarte ensimismada para ver en ti un manantial de aguas que calman y sanan y rezan que el temor no existe. Y tú lo sabías. Y en ese llanto me negabas el derecho a despedirme. Y en ese llanto me negabas. Y en ese llanto de cobarde murió mi amor por ti.
Porque el tuyo por mí nació muerto.
Porque la única que ha querido he sido yo.
Te regalo hasta el resto de mis días el peso de saber que aunque mis manos estén llenas de heridas, la sangre de las tuyas es también la mía.
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martes, 27 de noviembre de 2018
Algunos flashes
lunes, 5 de noviembre de 2018
2:21
Esta noche de humedad y agua en mis cristales, encuentro en mí misma ríos que aun secos fluyen. Recojo las partes de la imagen propia y en ella no veo más que dolor.
No es el amor por ti lo que destroza, es el amor que hacia mí me falta.
Oigo la lluvia y pienso el silencio, que todo lo rompe. Veo sin quererlo cada uno de mis miedos aquí, en fila, esperando para llevarme con ellos.
Aun así yo terca
tengo el valor de preguntarles por qué.
Por qué.
Y la única respuesta es una flecha en el pecho
que no sé muy bien cómo sacarme
que no sé muy bien cómo llegó ahí
sin yo verlo.
Si estuve ciega fueron tus manos las que me taparon los ojos. Y ahora que no las encuentro me doy cuenta de que nunca fueron mías.
No estuviste.
No eras tú.
Tú no existes.
He dado todas mis caricias a un reflejo hasta quedarme sin ninguna para mí.
Y así, vacía
con este peso
me he hundido tanto
que no entiendo el mañana.
Que no
entiendo
Nada.
No existe persona capaz de explicar
todo el daño que me has hecho.