El
agua llevaba corriendo ya demasiado tiempo. Se encontraba ensimismada en su
reflejo inmóvil. Desnudo, pero aún con algo de ropa. Casi inerte. Decorada en
encaje. El reloj marcaba las cinco de la tarde sobre unos azulejos blancos y azules.
Decir que el baño era un refugio suena extraño para cualquiera. ¿Por qué
alguien querría esconderse allí?
¿Y
por qué no?
Entre
sus cerámicas paredes se sentía segura, aislada, protegida de la multitud en un
espacio impenetrable. Nadie podría molestarla en aquel lugar, completamente en
silencio, en plena soledad. Es más, le tranquilizaba, sentía la necesidad de
huir y encerrarse en él hasta que todo pasase. Respirar hondo y enfrentarse al
mundo de nuevo.
Así
pues podemos encontrarla de pie frente al espejo, escrutándose a sí misma y a
su pelo moreno dibujando eses sobre sus hombros: haciendo curvilínea su
espalda. No sé muy bien qué pasaba por sus ojos, por qué contemplaban de
aquella manera tan serena lo que tantas veces habían visto. Pareciese que buscase
algo más. Alguien más que allí no estaba.
Deshizo
sus encajes despacio: toda la delicadeza del mundo estaba en sus manos. El agua
tibia y su piel fría. Oxímoron de una bañera que ahora estaba más llena que
ella misma. Se dejó sumergir como si desapareciera en olas cautivas por la
porcelana. El tiempo corría pero no le importaba en absoluto, había perdido
tantos minutos que unos pocos más le parecían insignificantes. Daba igual, era
irrecuperable. No marcarían la diferencia. Era irónicamente justo lo que
necesitaba, perder el tiempo para ganarlo. Ganar tiempo derrochándolo bajo sus
propios deseos. Controlar, por fin, en qué lo desperdiciaba. Entonces no sería
una pérdida.
Se
dejó caer tanto que el agua la cubrió por completo. El techo parecía un cuadro
de Van Gogh deshecho, se vio más reflejada en él que en el espejo.
<<Tarde estrellada>>. Ojalá sonase el teléfono y no todo ese
silencio. Quería oír una llamada, salir corriendo. <<Hola, ¿podemos
vernos?>>, nada más que eso. Pero, bueno, no era una partitura compuesta para ella. Era la chica que escribía y nunca era escrita. Aquella que esperaba
sentada a que leyesen su pensamiento mejor de lo que sabía ella leer al resto.
No dar el paso, esconderse en la satisfacción de quedarse quieta y que todo le
venga hecho. Enviar un mensaje a la nada como si alguien fuese a escucharlo por
arte de magia. Nunca nadie llegaba a leerlo.
Se
quedaba sin aire, totalmente asfixiada por sí misma. Ya no había cuadro de Van
Gogh, ni refugio líquido, pero sí el mismo silencio. El ruido atronador de
estar sin ti oprimiéndole el pecho, y sus ojos perdidos, esta vez, en una pared
vacía.
Te
buscaba por la calle cada vez que salía. No importaba a quién mirase, siempre
esperaba que fueras tú. ¿Cómo? De manera utópica, sabiendo, en el fondo, que
jamás serías. Y se arrepentía entonces de haberte platonizado. De haber creído
en la falta de interés y al mismo tiempo declararse atea de tu apatía. De haber
sentido de lejos, sin decirlo y fingiendo ser hielo. Invierno que se aleja y
tiene miedo. No sabe qué hacer y al final no hace nada. Paradójica manera de
pedirte que la mires.
Ya
no había poesía: el agua tan fría como su piel. Poco a poco haciendo de la
bañera una metáfora de lo que sentía. No te has marchado porque nunca te dejó
estar. ¿Querías? No te lo pedirá. Se quedará callada, con su boquita rosa
cerrada y su cuaderno lleno de hojas escritas que no te entregará, pero eran todas
para ti. Esperando a verte en su portal cuando vuelve por las tardes. Y tú
siempre tan ausente, nunca en las calles, buscándote sin poder encontrarte.
Imaginando que existe la casualidad y dejando en manos del azar el anhelo de
volver a mirarte.
<<Vuelve
a frecuentar la Gran Vía los viernes>>
El
hormigueó de pensar que podéis encontraros. El enorme precipicio de no hacerlo.
Se
acabó el baño. Vuelta al encaje, a la camisa ancha y al pelo alborotado. Una
última mirada al espejo. Una sonrisa irónica y cansada: ya va siendo hora de
hacer algo.
¿Pero
acaso tú también estás esperando?