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viernes, 12 de junio de 2015

Omnipresente.

No era vuestra culpa. Tampoco era la suya. Pero vuestra era la suerte de no ser como ella.
Era consciente de que existían tormentas más grandes que las suyas, y eso le hacía sentirse minúscula. Pero la lluvia, aunque lluvia, le dolía en cada hueco de su piel. No había cama en la que poder dormir, ni sábanas que cubriesen su herida. No había reloj que corriese más lento que el de su pecho, ni mariposas tan cortantes como las de su estómago. No había día que no doliese. No había.
Existen personas que al llorar son más bonitas, y en ese grupo agridulce se encontraba ella. Con sus ojos aún más grandes y sus labios aún más carnosos. Quizá el mundo, en su egoísmo, le enviaba tempestades para verla un día más bella. Pero no se lo merecía. Ella no se lo merecía.
Quería romper las ventanas, gritar a los coches, destrozar todos los lazos que le unían a la envidia. Pero no podía. Quería arrancarse la piel que le quemaba y ser ella otra vez. Pero no había manera de hacerlo. Tanta luz en su risa y tan oscuro por dentro.
Era un bomba de relojería llena de artillería pesada en su interior. Llena de odio, de dolor, de envidia, de impotencia. Sobre todo de impotencia. Explotaba cada vez que movían la espina de su pecho. Y no se salvaba nadie ni nadie la salvaba a ella. Estaba enfadada con el universo, con el correr del tiempo y con el cristal que la impedía avanzar al ritmo del resto. Era demasiado grueso, demasiado opaco para ver si estaba a punto de romperse o de si era más resistente que su fuerza. Ni siquiera a golpes podía romperlo. Ni siquiera llorando sanaba el peso de la envidia. El peso de no ser como ellas.
No era vuestra la culpa. Tampoco era la suya. Pero suyas eran las tardes de tormenta. De una tormenta más pequeña que otras. Lo sabía. Y eso la hacía sentirse en un lugar intermedio. Entre el que tiene suerte y el que no la tiene. Entre el derecho de quejarse y el deber de decir que peores males tienen otros. Pero no podía evitar sentirse hecha trizas. Sentirse aislada, estancada. Sentirse diferente bajo una cobertura camaleónica que le obligaba a ver cómo todo el mundo conseguía adelantarla. Cómo ellas iban poco a poco dejándola atrás. Porque así era la vida, un continuo cambio. Un corriente permanente de nuevos estímulos. Y ella ahora no era capaz de sentir ninguno.
Pero no era vuestra culpa.
No lo era.
Vuestra era, sin embargo, la fuerza que hundía cada vez más su espina.
Y ella tenía miedo de que acabase tan dentro, que nunca nada fuese capaz de quitársela del pecho.
Nunca.